Hubo un tiempo en el que pensó que vivía una doble vida. Dos vidas independientes, separadas por una inmensidad emocional. Eso le mantenía permanentemente en una infelicidad que era incapaz de consolar. Ni los silencios, esos que amaba, suponían un bálsamo, ni siquiera un leve consuelo. Luego conoció a Sylvie y descubrió que su sitio era otro lugar y otra cosa. Tan alejada y confundida estaba en uno de esos mundos, en una de esas vidas, que comprendió por qué no llegaba a sentirse ni siquiera un ápice feliz. Cuando las piezas encajaron, cuando encontró la mejor manera de purgar las penurias de sus sentimientos, se dio cuenta de complementaba ambas vidas, ambos mundos, con cierta plenitud. Ni tan siquiera pensaba que la plenitud de la que gozaba ahora fuese constante y la experiencia le había enseñado que en algún momento todo aquello acabaría. Pero que más adelante, otras cosas comenzarían, ni mejores ni peores, diferentes. Y eso es lo que él le enseñó y no sabía cómo agradecer. En realidad, si lo sabía, pero ese pensamiento de inseguridad formaba parte de su forma de ser.
Cuando estaba con ellos, disfrutaba de su silencio, de la ternura que ella le demostraba, de la seguridad que él le transmitía. No la seguridad física, la seguridad de saber que estás en el sitio correcto cuando deseas estar y la libertad de irte cuando así lo creyeses oportuno. Sin embargo, estar ahí, teniendo el sitio perfecto, amoldado a su deseo, era sencillamente grandioso. En algunos momentos, su mente analítica le permitía abordar pensamientos conflictivos. Los mismos pensamientos que unos meses atrás le hubiesen resquebrajado la más absoluta confianza. Pensaba que era un juguete únicamente para satisfacer el placer. Entonces rememoraba cada instante vivido y se daba cuenta de que aquellos, eran los menos. Los hubo, como era de esperar, pero simplemente formaban parte de un todo. De su todo.
Era complaciente, deseaba y sentía serlo, pero nunca había recibido a cambio una ofrenda mayor, la del respeto y la comprensión por ello. En su rincón, siempre el mismo, en su meditación cuando era menester, era sencillamente perfecta. Para ellos y para sí misma y el calor le inundaba el pecho y su olor corporal cambiaba. Ella no se dio cuenta de eso hasta que él se lo hizo descubrir. Juntó las piernas ante el calambre que su coño sintió en mitad del recuerdo. Cuando los dedos entraron con violencia entre sus piernas horadando hasta las mismas entrañas. Luego le vio lamer el hilo de flujo que les unía y la sonrisa devastadora, siempre devastadora que le hacía bajar la mirada. Entonces las palabras temblaron en sus pechos: “Eres especial y única”; y el rubor de sus mejillas calentaron el resto de la piel.
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