Resultaba anecdótico que una paradoja iniciada por Kepler y desarrollada por Olbers, fuera el detonante del descubrimiento de la falsedad de todas aquellas ideas preconcebidas. Pero eran humanos y, por tanto, el error implícito en nuestra capacidad de desarrollar cualquier causa, se encargó concienzudamente de ablandar los cimientos en los que se intentaba construir cualquier utopía.

El fervor con el que ella caminaba de la mano era encomiable. Cualquiera diría que había crecido en estatura y la piel, la piel se sonrosaba con el sol incluso en el frío invierno, mientras atravesaba las virutas de vaho que exhalaba con energía. Ya no tenía heladas las manos y su respiración, viva, se había vuelto juvenil. Nadie podría aventurar su edad, congelada no solo por el frío, sino por aquella sensación de bienestar y plenitud que llevaba consigo. Él, como todos, se dejaba llevar por los tirones del ímpetu femenino y de vez en cuando, frenaba para dar a entender quién llevaba las riendas. Eran roles magníficos y ambos, se habían disuelto en ellos como un azucarillo en agua caliente. Dejarse llevar por las circunstancias y el entorno, a veces hostil y otras extremadamente condescendiente.

La vida pasaba, los roles se establecían, las verdades y las mentiras formaban parte del propio juego, aunque ambos las camuflaban como podían o como sabían. Mejor ella que él. La energía acumulada por las ganas y el deseo se perdía absorbida por los tejemanejes del entorno, lidiando cada día con sombras del pasado o con tentaciones del futuro. Era como pasar por escaparates de coloridos pasteles, apetitosos en apariencia pero que avecinaban un desenlace fatal.

Todo el amor y el deseo infinito, visto desde cerca se apresuraba a manifestar los vacíos y los huecos negros de la vida. Si el amor era tan plácido y tan bello, si el amor era aquello que lo copaba todo, ¿no sería bien cierto que los resquicios se cerrarían, que sería absolutamente permeables a todo y a todos? Todos sabían que no era así, que la posibilidad de que se resquebrajasen las paredes de su querencia, las de cualquiera, son una posibilidad demasiado grande como para no tenerla en cuenta. Sin embargo, cerramos los ojos para no verla, para cegarnos con las infinitas estrellas de nuestro universo infinito y que la luz nos inunde por siempre y para siempre.

La vejez se les ofrecía hermosa incluso habiéndose dado cuenta de que todo lo que había alrededor era negrura y aunque tarde, no demasiado, entendieron que la hermosa e infinita luz provenía de ellos mismos.

 

Wednesday