Cuando el arco de su espalda se hizo eterno y los dedos se clavaron en las sábanas, susurró. El aire se escapaba entre los labios y los dientes cuando el puño se cerró dentro de su vientre. El sudor navegaba sobre la piel y serpenteaba desde el abdomen hasta el pecho e inundaba el cuello donde el pelo se había enredado. Sintió entonces cómo se abría la mano y los dedos expandían el interior de su cuerpo notando como se partía en dos. Volvía a apretar el puño con fuerza y giraba el brazo para recorrer cada uno de los pliegues, con la misma sensibilidad con la que una fiera despedaza a su presa. El dolor estaba ahí y por eso empapó de nuevo las sábanas.
Sacó la mano ligeramente hasta el límite, en el vestíbulo. Entonces apretó un poco más y sacó el puño de una sola vez. Se derrumbó. Repitió ese gesto hasta que perdió la cuenta y los orgasmos se precipitaban uno tras otro, incapaz de detener el torrente de sensaciones que estaban mellando la sensibilidad de su piel. Era poco probable que se hubiera imaginado aquella situación unas horas antes cuando le describió con sumo detalle su pasión por la sangre. Sin embargo, allí estaba, hecha pedazos sobre la cama, entregada de la manera más absoluta y sin ningún remordimiento. Ahora la sangre tenía atractivo. Cerró los ojos y se sumergió en aquella nueva sensación de plenitud interior. Guiada de manera inconsciente por aquel puño, sentía que estaba firmemente anclada al momento, como si tuviera un peso devastador dentro de sí misma que en lugar de destruir remendaba cada una de sus emociones escondidas y que ahora, dejaba salir poco a poco, una a una.
Entonces sintió el frío acero del espéculo penetrando por donde antes había estado el puño. El calor de su coño se cerró sobre el metal, luchando músculo a músculo por cerrarlo. Fue imposible. Cuando le miró, vio en sus ojos cómo observaba aquello que deseaba. Una mirada a su interior tan letal como sucia. Suficiente para sentir que con un leve roce alcanzaría de nuevo el éxtasis. Sin embargo, el miedo apareció. El alambre de espino que enrollaba con sus manos era la antesala de una contracción emocional que le trasladó a un momento de pánico. Se sintió paralizada, inmovilizada de pies a cabeza sin ningún tipo de sujeción. El alambre se convirtió en una masa metálica esférica del tamaño de su puño, con las púas desafiando las emociones y clavándose en su imaginación. La representación física del miedo absoluto.
Acarició su abdomen con una sensibilidad apabullante, alejada del salvajismo anterior y del posterior. No necesitó hablar porque no había palabras para describir aquella situación. Dejó rodar el metal enrollado por el espéculo y después, cuando estuvo dentro extrajo el instrumento médico. La respiración se detuvo, la contracción muscular sintió los bastos punzones del alambre clavarse en su interior y de nuevo el arco de su espalda se hizo eterno, como el tiempo, detenido mientras él miraba el rostro que empezaba a llenarse de lágrimas. Perdió el sentido del espacio y el instante comenzó de nuevo a latir cuando vio el amasijo metálico cubierto de sangre y el dolor de su interior se convirtió en algo indescriptible. Lo dejó sobre el abdomen con la misma delicadeza con la que antes lo había acariciado, notando la sangre y las púas apoyadas en la piel.
“Hay momentos en las que la tortura interior debe ser recompensada con la delicadeza exterior. Y, al contrario, cuando la sangre provenga de la piel, el interior debería ser regado con el placer”, le dijo. Después acomodó la cabeza sobre el pubis y lo besó durante toda una eternidad.
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