Los lugares maravillosos están rodeados de calma, aunque en su núcleo hierva la misma vida. Los paseos en silencio siempre estaban rotos por el sonido de los pies arrastrados y la polvareda que se iba a depositando en las botas. No sabía cómo lo hacía, pero ella nunca terminaba con los zapatos manchados. Aquel día, el sombrero de campana le ocultaba parte de los ojos y aún no se había acostumbrado a su pelo corto. A veces se llevaba una mano a la espalda para tocar el inexistente cabello negro que siempre había ocultado su espalda. Era un movimiento instintivo, la ausencia de algo que le había acompañado toda la vida. Luego acariciaba el ala con las yemas de los dedos y volvía a bajar la mirada para observar cómo el polvo se levantaba y caía en las botas de él. Entonces reía como una cría en voz baja mientras se tapaba la boca. Resultaba curioso cómo las costumbres arraigadas en la infancia se volvían en la madurez asombrosamente bellas.

Recordó que cuando hacían ese paseo observaba desde atrás, dejando una distancia precisa para ver como el vuelo del vestido siempre de color crema ondulaba entre sus piernas. El polvo iba en otra dirección, hacia él, creando una fantasmagórica imagen de cómo la vida se le iba diluyendo a cada paso. Ese polvo era una barrera infranqueable. Luego ella se paraba y levantaba la mirada para ver las ramas caídas, inclinadas sobre el paseo y cómo las hojas de un verde intenso latían sobre sus cabezas. El sol entraba y salía con la misma facilidad que sus dedos entre sus piernas cada noche. Sin que ella se diese cuenta veía cómo, a veces las lágrimas buscaban un rincón en su desesperanza y allí se perdían para siempre. Aquellas lágrimas nunca las compartía porque seguramente pensaba que las que debía compartir eran las del dolor que él le provocaba. A fin de cuentas, aquella vida de placer desmedidos estaba basada en un dolor extremo que ambos sobrellevaban como podían.

Pero ni siquiera el polvo le impedía ver los tobillos finos como los de una gacela sosteniendo un cuerpo menudo y ágil. Las tiras de cuero de los zapatos dejaban entrever las marcas de los grilletes y la piel desnuda se desmarcaba con una irritación rosada maravillosa. Era cuando se daba la vuelta y como los dementes, recuperaba la lucidez con una sonrisa tan amplia que a él se le paraba el corazón y a los árboles les secaba la savia desde la raíz. Y tal y como venía, se iba. Igual que el dolor, igual que los gemidos cuando reverberaban en las paredes de madera. Volvía como trazos de recuerdos cada vez más espaciados, pero igual de intensos.

Ahora el polvo lo levantaba él solo y como siempre, caía en sus botas mientras las ramas de los sauces se inclinaban en su ausencia.

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