Las cosas bellas que nos hacen ser como somos en realidad solemos ocultarlas. Es la paradoja de la superficialidad en la que mientras enseñamos todo lo que en apariencia nos hacen ser felices, dejamos detrás de las bambalinas de la vida lo realmente hermoso. Hace mucho perdió la sonrisa. Seguía riendo por supuesto, no era más que un convencionalismo social el de la carcajada puntual para contentar al grupo o al individuo. Hace mucho perdió la sonrisa, la que espontánea aparecía y le obligaba a atragantarse, la que conseguía que las lágrimas inundasen los ojos y el abdomen gritase de dolor al día siguiente. La misma sonrisa que le hacía abrir las aletas de la nariz y que el cuello temblase de manera graciosa. Esa sonrisa hacia mucho había desaparecido.
Eran las distancias, la ausencia del roce o el calor de la mirada las que la habían consumido, apagado y dejado en un rescoldo imperceptible dentro de sus entrañas. La vida era igual y absolutamente diferente. La monotonía y el crecimiento personal se habían atascado en un tunel que parecía no tener ni salida ni fin. Sólo en sueños recordaba los sonidos, atrapados en las máscaras o en caras ajenas porque los sueños tienen esos devenires y contratiempos. Eran ellos o no pero los olores y los sabores, los sonidos y los recuerdos restallando en la piel de su cara, en los tirones de su pelo o en como dejaba caer la saliva hasta su garganta. Todo aquello le confería una apariencia de realidad y al despertar notaba ese ahogo en la garganta y en el pecho de la pérdida irremediable.
Frente al espejo la edad se iba componiendo y se las apañaba para dejar sus pinceladas de miseria aquí o allí. Entonces la mueca se convertía en sollozo imaginando que precisamente aquellos cambios son los que él hubiese adorado porque como una y otra vez repetía, es en la imperfección donde puedo sentirme completo. Y esa misma imperfección la hacía perfecta para él. Ahora todo eso no era más que desilusión diluida en un cóctel de sentimientos anclados en el pasado. Aquellas tardes de temblores y sudor, aquellos pasillos que se veían mejor desde el suelo cuando él exploraba su interior dejando caer el ancho cuerpo sobre sus caderas. O como se acurrucaban en la cama bajo la manta que terminaba bajo el dintel de la puerta mientras la madera crujía hasta los límites de su resistencia. Las ausencias de las caricias ahora eran más dolorosas que los golpes y se daba cuenta de que no tenía motivos para sonreir. Luego miraba alguna cosa suya, sus fotos, sus restos y afinaba con un quejido que aquello era también su vida y con la distancia el único hilo conductor eran las carcajadas que se producían cuando los dos, el uno por el otro y el otro por el uno, no hacían nada más que tonterías y se sentían los tontos más afortunados del mundo. Aquellas sonrisas eran contagiosas.
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