Los años y la costumbre habían organizado sus vidas de muchas maneras distintas y ninguna de ellas se parecía a todo lo que se imaginaron. A veces la distancia abrió brechas que parecían imposibles de atravesar, en otras los silencios por la desidia y la rutina fueron suficientes para que sus deseos fueran incapaces de atravesar las paredes que ellos mismos levantaron para no hacerse daño. Nada como la vida para poner en orden todas las cosas. Las personas se alejan y se acercan en función a sus deseos y sus ganas, pero no siempre es por esto por lo que se mantienen alejadas. Tampoco lo contrario hace que se acerquen. La calma vital da sentido a todo. Los años y la experiencia hicieron a un lado el rencor y las frustraciones, el odio y los gritos ahogados que se quedaron en las entrañas para no romper de manera abrupta algo que ya no se podría recomponer.
Y no eran más que unas escaleras de subida y bajada la que afrontaban a diario, las emociones y las alegrías, las tristezas y los llantos, los cuerpos abandonados que pronto añoraban porque incluso cuando no estaban cerca, se echaban de menos. Por eso nunca se separaron demasiado, ni tan siquiera cuando el dolor era más traumático o cuando no se respondían las preguntas que les acuciaban. Al final, poco a poco y con el doloroso bagaje de sus vidas se dieron como en realidad habían sido siempre y no como pretendieron ser. Ahora que estaban más cerca hablaban menos y eso evitaba la furia de los gritos no deseados por otros los otros gritos que ella albergaba desde siempre y él adoraba arrancarle de los más profundo de la garganta. Ahora que estaban más cerca se miraban con dulzura, calor y dureza porque no había palabras que difuminasen los verdaderos deseos de sus ojos. Ahora que estaban más cerca él se sentaba al borde de la cama y ella arrodillada, le ataba los cordones de las botas o los zapatos, alisaba las perneras de los pantalones o acariciaba la camisa planchada que abotonaba con delicadeza. Iba uno a uno, estirando en cada paso para que nada de la tela quedase arrugado. Él a cambio miraba desde arriba cuando estaba sentado y posaba los dedos en el cuero de las botas o mientras erguido contaba como los dedos recorrían el paseo desde el ombligo hasta el cuello para quedar perfectamente abrochada. Luego le colocaba el cuello disimulando que prefería que él clavase los dedos en el suyo y la dejase sin aliento.
Se habían abandonado a sus oscuras fantasías y tormentos individuales. Tanto ella como él los buscaron de diferentes maneras, lejos el uno de la otra y eso sólo hizo que la brecha se hiciera más profunda. Sin embargo, aquella oscuridad que ambos necesitaban y que buscaron fuera estaba precisamente en el fondo de su distancia. En el atardecer de sus vidas, cuando los rayos de sol se enrojecían como la piel ante los envites de las manos buscando ocultarse tras el horizonte para que nadie más pudiera ver aquellas perversiones que descubrieron tarde por no intentar conocerse antes.
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