Como todos los años por estas fechas los nervis se atenazaban en el estómago. Trescientos días al año conseguía desconectar de aquel momento de ruptura con la realidad y seguir con su vida cotidiana, la familia, el trabajo, los queaceres de una mujer adulta e independiente que mantenía los lazos de una vida en compañía y feliz. Trecientos días son muchos hasta que se da cuenta de que en cualquier momento recirbirá una llamada que no podrá eludir. Era en aquellos momentos cuando de golpe volvían a su cabeza los recuerdos que se amontonaban unos sobre otros y era capaz de ordenar. Se daba cuenta de que tardaba esos trecientos días en ordenarlos inconscientemente y verlos con perspectiva. Siempre que llegaba el momento compraba ropa para no volver a usarla jamás porque por experiencia sabía que quedaría lo suficientemente maltrecha como para no volver a usarse nunca más. Aunque no fuera así, entendía que el sentido de aquella ropa se había perdido pasada la jornada.

El año anterior sólo le pidió ir en ropa ligera aún haciendo frío, nada ceñido porque no era necesario, calzado cómodo y el pelo suelto. Aquella vez sintió alivio al no tener que dar explicaciones al salir de casa por la indumentaria. El taxi esperaba en la puerta y después de un trayecto de unos veinte minutos, quiso recordar, paró en la puerta de un restaurante. Sonrió al recordar lo ingenua de aquel primer pensamiento cuando bajó del coche y se encaminó hacia la entrada. Cuando entró no observó nada fuera de lo normal. El restaurante estaba lleno casi en su totalidad, la gente charlaba y las voces se mezclaban con el tintineo de las copas y una música de fondo que no supo identificar. Un camarero cogió su abrigo y lo guardó en un armario junto a la puerta y luego la acompañó hasta la mesa que él había reservado. Cuando se acercaba la boca se le fue secando poco a poco. Hacía un año que no le veía y allí estaba, pasando las paginas que desde la distancia no pudo discernir y que cuando llegó junto a la mesa ya había guardado. Él levantó la mirada, sonrió y se puso de pie. Dos besos en las mejillas fueron suficientes para notar el calor en todo el cuerpo. Guardó silencio mientras él le hablaba aunque no recordaba lo que le dijo. Retiró la silla y se la acomodó para que se sentase.

El tiempo pasó rápido y distendido, la cena frugal pero sabrosa, la conversación intrascendente. Cuando terminaron el postre él pidió dos cosas: Café solo y un desnúdate que no pasó desapercibido en el comedor. Toda la conversación anterior desapareció en un instante, la mirada benévola de la velada se transformó en una afilada orden. Ella miró a su alrededor recordó, pero nada le hizo querer escapar de allí. Cuando se levantó y comenzó a aquitarse la ropa se dió cuenta de lo mojada que ya estaba. Al traer el café ella ya estaba desnuda por completo, en ese instante en el que no se sabe que hacer con las manos ni dónde colocarlas. Nada de todo aquello le pasó por alto y por eso se levantó, apartó la servilleta a un lado de la mesa y la rodeó hasta ponerse detrás de ella. Cogió su mano y la acompañó hasta la el borde de la barra.

La madera estaba pulida y limpia como nunca había visto. Él la invitó a que subiese unos escalones hasta que los pies pisaron la barra. Con un gesto leve ella se arrodilló y él llevó sus manos hacia arriba. Cogió una cuerda no demasiado larga y anudó las muñecas con una lazada rápida pero efectiva. Levantó los brazos unidos por el cáñamo y los colgó de un gancho. Se sentía cómoda en aquella barra tan ancha hasta que se dio cuenta de que todos estaban allí mirando. La vergüenza se fue apoderando de su piel que se encendió en un instante. Frente a ella vio como él se alejaba hasta el otro lado de la barra. Se sentó, bebió el café y la música comenzó a sonar.

Los que antes miraban se levantaron y se fueron acercando despacio, hombres y mujeres por igual. Le costaba centrar la mirada en alguno porque siempre terminaba volviéndo a él. Luego fueron las manos las que empezaron a distraerla, notando las pulsiones de los dedos en la carne, como retorcían los pezones que ya estaban duros desde hacía mucho rato. Algunos dedos ya resbalaban entre los labios de su coño empapado que no dejaba de derretirse piernas abajo formando un pequeño e incipiente charco sobre la barra. Le agarraban del pelo y jugaban con él, ensortijando muñecas femeninas. Entonces notó como las manos se elevaban al mismo tiempo que un hombre desnudo de cintura para abajo se colocaba frente a ella y le metía la polla en la boca de un único golpe. Tiraba de la cuerda y a ella los brazos se le estiraban hasta fijarse en el abdomen de aquel hombre que empezó a follar su boca. Por debajo los dedos ya no acariciaban, se dedicaban a horadar unos tras otros su coño y su culo mientras ella buscaba con desesperación unos ojos a los que mirar. Cuando el hombre se corrió entre sus labios y su cara fue sustituido por otro. En aquel cambio pudo verle sorber el café mientras se preparaba otra copa de vino.

Cada uno fue instalándose en su cuerpo, vaciándose, mordiendo, escupiendo, corriéndose sobre la piel mancillada. Alguna mujer besaba su boca intentando robar los restos del semen que ella se había ganado. Su culo se convirtió en un festín cuando dos mujeres se lo abrieron y los hombres entraban y salían para llenarlo de numerosas corridas. Barra libre, recordó.

Cuando no quedó nadie sintió los últimos pellizcos en los pezones de unas tetas doloridas por los apretones y los golpes, la presión que sufrieron sobre la barra, los pies que las aplastaron. Todo desapareció de repente cuando sólo quedó él, apurando en el fondo la botella que había pedido antes de que todo comenzase. Se levantó y se subió a la barra. Caminó hacia ella despacio. Las botas hacían crujir la madera. Agarró la cuerda con una mano y tiró de ella hasta que levantó su cuerpo ultrajado cien veces. Se desabrochó el pantalón, soltó la cuerda y el cuerpo cayó sobre la madera. Pisó su cuello se sacó la polla y orinó sobre ella en un cálido e interminable desahogo.

Cuando terminó se arrodilló: “Una vez al año serás lo que verdaderamente quieres ser” le dijo.

El teléfono vibró. El mensaje era breve: “Vino y barra”

Wednesday