De entre todas sus cosas siempre le atrajeron sus cuadernos, sus libretas, los papeles y legajos que iba amontonando en pilas y que dejaba sobre la mesa o en el suelo. Siempre deseó ver de primera mano cómo trabajaba su mente, como la tinta se expandía en el papel, cómo jugaban las palabras con las emociones. Las tenía tan cerca que jamás se le ocurrió abrir ninguna. Aquella libreta era diferente.

El olor de la cubierta de cuero llenaba el aire, el tacto era suave y al contrario de lo que aparentaba, era tan flexible que se sorprendió cuando al sujetarla por el lomo se dobló hacia abajo. Acarició la piel con los ojos cerrados, dejando que el olor impregnase sus dedos que luego acercó a su cara. No sabía si olían a él o al cuero. La mezcla de ambos era tan potente que entreabrió la boca por el deseo. Quizá lo que le atrajo de él fuera la pasión por aquellas libretas que compraba y rellenaba de manera compulsiva con textos o garabatos, dibujos precisos, idiomas diferentes, canciones, poemas y que desde lejos la volvían loca. Sin embargo, aquella libreta tenía algo especial. Abrió la cubierta y vio un pequeño texto manuscrito que leyó con dedicación: “El tiempo no se escapa de nuestras manos, los dedos lo sujetan y lo recolocan a nuestro antojo. Esta libreta es atemporal, es un sin fin de vivencias en blanco que cada año se borrarán para que con tus manos y con tus dedos, y sujetando el tiempo, los coloques como te plazca. El año es lo de menos, son números consecutivos que nos empujan a hacer siempre lo mismo. En esta libreta no dejes que suceda. Vuelve al momento que desees, cambia el día por el momento, la semana por la acción, el mes por la vivencia. Cámbialo a tu antojo”.

Cerró la cubierta para que las lágrimas no mojasen el papel y el llanto no resquebrajase el cuero entre sus manos. Sintió la flexibilidad de la piel y la comparó con la suya como hubiera hecho él. La suavidad en las yemas de sus dedos como hacía él en su cabello. Apretó el conjunto de las hojas, clavando los dedos y blanqueando los nudillos como hacía él al aplastar sus tetas entre las manos. Abrió los ojos y rio nerviosa y temblando porque incluso en aquella soledad, él sabía cómo iba a reaccionar. Cogió un bolígrafo negro, siempre negro se dijo y volvió a abrir la libreta. Miró la fecha, diez años atrás, cuando ella sólo era una mirada lejana y un nombre gritado. Con el bolígrafo dibujó alrededor de los números filigranas para ajustar el año al actual, un salto en el tiempo majestuoso que empujó todos los recuerdos y emociones hasta el primer día del año. Fuera hacía frío, pero dentro el fuego crepitaba mientras el corazón se desbocaba. Observó que el día 1 era jueves y hoy era miércoles. Incluso así le facilitaba el trabajo y eso la hizo sonreír de nuevo. Las siguientes cuatro horas repasó los días, cambiando los nombres y colocándolos en el número correcto, con dibujos, bonitas filigranas, todas en negro, siempre en negro. Cuando terminó, su corazón latía calmado, las lágrimas ya no fueron necesarias y la respiración era igual que cuando él se sentaba a mirar al infinito y ella intentaba descifrar qué ocurría en aquella mente. Nunca supo que él hacía lo mismo cuando ella se perdía en sus pensamientos y no se daba cuenta de que era observada de la misma manera. Los dos se disfrutaban también así, en aquella distancia de un brazo estirado.

Al final de la libreta otro pequeño texto manuscrito: “Ahora que el tiempo es tuyo, puedes restaurar cada instante con tinta y recuerdo”.

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