Se veía guapa. No le gustaba decirlo en voz alta ni a los demás, pero lo era. Normalmente cuando la adulación hacía presencia ella bajaba el nivel, pero en el fondo, se sentía estúpidamente hermosa. Se abotonó el mono hasta el pecho dejando un escote generoso. Aquella tela negra le sentaba como un guante y la melena larga y lacia le caía por uno de sus hombros. Los tacones y un cinturón no excesivamente ancho terminaban de dar ese toque elegante y sexy. Se perfumó y retocó el maquillaje. Agarró por último el bolso y el abrigo, lo dobló en su brazo. Salió de casa y se metió en el coche que la esperaba.

Durante el trayecto se entretuvo mirando el móvil, contestando algún que otro mensaje y echando un vistazo a sus redes sociales. Lo habitual. No se percató de que el camino era un poco diferente al que había planeado. El coche se paró junto a una furgoneta, la puerta del coche se abrió y una mano soltó el cinturón de seguridad. Con la otra agarró las solapas del abrigo y la levantó como si su peso fuera insignificante. En el aire notó como le ponían una capucha y una voz grave le decía que no se moviese mucho no fuese a joder el maquillaje tan bonito que llevaba. Por el camino uno de los zapatos cayó a la calzada y allí se quedó cuando los dos vehículos iniciaron la marcha por caminos separados.

Antes de que pudiese abrir la boca tras la capucha, escuchó claramente la misma voz repitiendo una y otra vez: No te muevas, no patalees, no abras la puta boca. Te voy a soltar una hostia cada vez que hagas algo de eso. Sin previo aviso recibió la primera. La bofetada acertó de pleno en la clara y notó el calor de la sangre saliendo de su labio superior. Luego inmovilizó las manos y los pies y por primera vez se percató de que le faltaba un zapato. La rabia pudo más que el miedo en aquel momento y gritó. Casi al mismo tiempo, el grito se ahogó con un puñetazo en la boca del estómago que la dejó sin aire. Te he dicho que calles la puta boca. La próxima vez te romperé las costillas. Aquella pugna por coger aire y no morir en el intento y al mismo tiempo permanecer quieta como le habían ordenado se hacía imposible. Era incapaz de pensar.

Cuando la puerta de la furgoneta se abrió, aun no se había detenido. Su cuerpo fue levantado, ingrávido, y sintió que la llevaban sobre un hombro como si fuera un saco. El paseo no fue largo, pero se hizo eterno. La dejaron de pie, levantaron sus brazos y los engancharon a algo, separaron sus piernas y las inmovilizaron de la misma manera. Entonces le quitaron la capucha y mientras sus ojos se acostumbraban a la tenue luz, le colocaron una mordaza. Así no hablarás, le dijeron al oído. Cuando su vista se adaptó del todo ,el pánico inundó su cuerpo. Frente a ella el rostro enmascarado y el olor a metal y cuero. Luego vio el cuchillo, grande casi como un machete que se guardó en su funda sujeta al cinturón junto a la hebilla. Las manos enguantadas apretaron su cara, corrieron el maquillaje que sorprendentemente aún estaba perfecto y pintó su mejilla con el rojo de sus labios. Los ojos ahumados se llenaron de lágrimas y el rímel empezó a danzar hacia los labios. Él entonces se separó y con ambas manos arrancó la fina tela del mono, rasgándola como si nada, haciéndola jirones que dejó caer sobre sus botas embarradas. Sólo quedaba la ropa interior abrigando su esperanza de que todo aquello fuese un sueño. Entonces sacó el enorme cuchillo y colocó el filo en su abdomen recorriendo el camino hacia arriba hasta llegar a la unión de los aros. Lo giró y cortó con facilidad. Después hizo lo mismo con los tirantes y el encaje cayó sobre la ropa arrancada. Ella solo pensaba en el cuchillo, en el filo cortante y en lo caliente que estaba el acero cuando el tanga siguió el mismo camino que el sujetador. Sin embargo, esta vez el cuchillo no se detuvo y se deslizó por la ingle. Cambió el filo por el lomo y lo colocó entre los labios. Ella noto el calor de la hoja en su coño y también que estaba empapada. Se estaba volviendo loca mirando aquella máscara infernal y como aquel hombre movía el cuchillo adelante y atrás. Cuando lo retiró se lo puso delante de la cara. Las gotas de flujo se desprendían del filo para su sorpresa.

Entonces empezó a hablar con calma de todo lo que iba a suceder, de que sólo si ella era receptiva saldría intacta de allí. De lo contrario lo que antes había sido un mero placer se convertiría en una tortura dolorosa. Mientras decía aquello apretaba con su mano enguantada el cuello. La sangre frenada en su camino se agolpaba en la carótida y ella abría la boca buscando el aire que le faltaba. Sintió en ese momento como con la otra mano y ya sin el cuchillo, follaba su coño con una fuerza imparable. En aquella ensoñación se corrió en una explosión de placer y terror, incontrolable y absolutamente loca. Le hizo después lamer el guante con su flujo para volver a sentir el cuchillo entre los labios moviéndose más fuerte esta vez. Un hilo de voz salió entre la mordaza. Sintió como se la quitaba y gimió algo que a ella misma le sorprendió. Con el filo.

No tuvo piedad. Colocó el filo afilado y comenzó a moverlo presionando un poco más en cada movimiento. A veces, el acero acariciaba el clítoris y éste explotaba irracionalmente de placer. Otras en cambio el dolor del corte le volvía a la realidad del pánico. Cuando terminó le enseñó la hoja con aquella mezcla blanquecina del flujo y roja de la sangre. Le acercó la hoja hasta los labios y ella lamió tan fuerte que a punto estuvo de cortarse. Después de aquello le privaron de los sentidos y volvieron a empezar una y otra vez mientras que en su cabeza solo estaba el rostro enmascarado, el cuchillo, los guantes, su voz y su coño torturado. El miedo a que aquello no acabase nunca petrificó sus músculos.

Cuando despertó dolorida y en su cama vio su ropa desgarrada en el suelo, un solo zapato y al hombre enmascarado frente a ella. El miedo volvió y la excitación también cuando le oyó decir: ¡Fóllate! Y así lo hizo, muerta de miedo.

Wednesday