Desde que podía recordar, en su mente se repetían una y otra vez las palabras Kinkaku-Ji. Las letras de Mishima en el Pabellón Dorado siempre habían hecho volar su imaginación. Los recuerdos se iban muy atrás en el tiempo pero siempre sintió la necesidad de sentir La Paz, el silencio y el respeto que se transmitían en la ceremonia del té. Muchas otras veces intentó llevar a la práctica este deseo pero solo se topó con hombres que buscaban más allá de esos “eternos” instantes llenos de paz y sosiego donde ella solo sentiría como servir a su Señor. Cuando por fin estuvo frente al templo, un aire afrutado embelesó sus deseos y estuvo a punto de perder la consciencia. El rumor del agua del jardín adyacente y el bullicio silencioso de los visitantes chocaba con el acostumbrado griterío europeo. Se sentó en un banco y sintió la necesidad de tomar alguna fotografía aunque en su más profundo sentimiento sentía que hacía algo sacrílego. Lo cierto es que aun siendo absurdo, pasó mucho tiempo hasta que se atrevió.

Su respeto era tan grande que difícilmente alguien podría entenderlo, pero para ella, simplemente debía ser así. Es esa misma sensación la que siempre había buscado en un dominante, ese deseo de satisfacer a un Señor en todo, con la mayor discreción y absoluto respeto. Cuidar de su ropaje, de su alimentación, de prepararle el té o cualquier otra bebida que necesitase, de sus deseos y caprichos sexuales. Porque ella deseaba sentirse absolutamente sometida y respetada por su Señor. Aunque sus silencios no demostrasen nada más que eso, silencio. Nunca había conseguido siquiera acercarse. Nadie había entendido aquel tipo de sumisión y como tal, se aprovecharon.

Pero aquí, nadie conocía sus deseos y solo su mente se empapaba de todo lo que le rodeaba. Caminó durante horas, sin darse cuenta en pasos cortos y los brazos pegados al abdomen. Miraba al suelo y de vez en cuando levantaba la cabeza para observar algún signo de belleza cautivadora que afianzaba sus sentimientos. Por primera vez se sentía feliz y plena porque ella misma había reforzado su propia consciencia. Las lagrimas hacían ya tiempo que empapaban sus mejillas, incontrolables pero purificadoras. Por fin sabía que lo que realmente sentía era lo que más deseaba y se sentía feliz y plena, como nunca lo había estado.

Cuando salió, se paró y se volvió para dar un último vistazo a un lugar al que posiblemente jamás regresaría. No lo necesitaba, se llevaba de allí lo mejor de ella, la reafirmación de lo que era. Sabía que algún día podría cumplir sus deseos y sentirse dueña de la sumisión de alguien que le haría mejor. Solo deseaba sentir, mirando al suelo, de rodillas, como su Señor degustaba el té que ella había hecho eficientemente y escuchar un sí que haría que sus lagrimas por fin fueran, justamente recompesadas.

Kinkaku-Ji

 

Wednesday

3 comentarios

  1. por un momento creía q habías copiado algo de Murakami … lo mismo te tienes q dedicar a escribir 🙂