Cuando la vida se apaga, los caminos que con esfuerzo horadamos con nuestras manos y en los que depositamos todas nuestras esperanzas y deseos se diluyen en el tiempo, resulta inevitable escribir con tinta negra y en papel grueso todo aquello que motivo nuestros encuentros y desencuentros. Al mezclar los recuerdos y las emociones que en aquellos momentos nos hicieron gritar de efusividad o simplemente sirvieron para ponernos en marcha en el camino de la vida, no cabe duda de que cada cierto paso, a veces miles de ellos, sirvieron para encontrar miradas que fue imposible evitar. Por ese motivo, cuando uno es consciente de que ha dejado de subir aquella montaña que parecía inexpugnable y que al llegar a la cima permitió que pudiera ver todo aquello que había conseguido, la sensación de esfuerzo desapareció como las últimas nieves de la primavera. Tan rápido llegué que ni me di cuenta, tantos besos recibí que acumulé una miríada de pasiones. La subida fue hermosa, como si permanentemente estuviera observando el amanecer con sus luces rojizas apuntando desde el cielo hacia mi piel. Durante el camino me fueron dejando o lo fui haciendo yo, provoqué tanto dolor como placer y por primera vez me separé de las cuerdas en aquella ascensión final a la cumbre de mis deseos. A veces la juventud me dio la espalda, probablemente por la inexperiencia y aquellas decisiones me hicieron resbalar incontables veces. Pero era ese dolor provocado a sabiendas lo que sin duda conseguí salvar cada uno de los escoyos vitales a los que nos enfrentábamos. A fin de cuentas, la vida es un cúmulo de necesidades que debemos cubrir y muchas veces es difícil mantenerse en el camino adecuado.
La rectitud no es interpretable, lo formal es diáfano, pero, aun así, nos perdemos entre los gemidos y los gritos de dolor porque forman parte de nosotros mismos. Cuanto más arriba estaba, menos peso llevaba, aquellas mujeres fueron quedándose por el camino, algunas por decisión propia, otras abandonadas a su suerte. todas ellas eran fuertes y decididas, pero ninguna supo acompañar, no tomaron las decisiones adecuadas o sencillamente cambiaron de opinión. Esa fortaleza emanaba de su libertad y eso me hacía sentir pleno y feliz, aunque abandonado.
La cima escarpada, con el viento cortante como el bisturí que tantas veces utilicé, me dio la bienvenida para rápidamente empujarme ladera abajo, a una velocidad terrible sin tener tiempo a sopesar qué o quién estaba a mi lado. Si en la subida se quedaban atrás por decisión propia ahora no tenían ni la más remota posibilidad de acariciar mis manos. Los pies avanzaban mecánicamente, a veces se clavaban intentando infructuosamente frenar el descenso, pero a mitad de camino, cuando el acantilado se vislumbraba al final del camino, cuando el fin se acercaba dando dentelladas como el lobo herido intentando zafarse de la trampa del cazador, el verde esmeralda del prado cercano se mezcló de manera artificial con aquellos ojos que iban acompañado de las tormentas y del olor a cerveza negra. Aquellos iban a ser los últimos ojos que viera cerrar cuando las cuerdas apretasen su piel justo antes de caer al precipicio. Había hollado la cima, pero aún le quedaba aquel cuerpo. De todas las mujeres que había amado, aquella era todo un misterio.

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