Seguramente hemos evolucionado por nuestra ferocidad y salvajismo como por nuestros miedos. Antes los miedos formaban parte de nuestra cotidianidad, mezclados con nuestra forma de vida, acompañándonos en cada uno de nuestros pasos. La vida salvaje primero y la supervivencia frente a los más fuertes en un mundo hostil y preparado para destruirnos, nos hizo construir un mundo en el que los miedos a ser devorados, apresados, violados, torturados y asesinados, fueran sólo un eco lejano de culturas y civilizaciones menos “avanzadas”. A cambio, por suerte o por desgracia, una vida de comodidad y lujos, de bienestar y de frugalidad, desterraron esos miedos ancestrales. Sin embargo, aunque nuestra capa de civilización y tecnología parezca gruesa y robusta, seguimos siendo animales cobardes que necesitan crear nuevos miedos para sentirse humanos y no esclavizados de una razón cada vez más insana.
Ahora los miedos están en nuestro interior, creciendo sin cortapisas porque les hemos abonado el campo de nuestra memoria. Algunos son primos hermanos de antiguos miedos, otros, la mayoría, son de nuevo cuño. Ahora los daños emocionales que, aunque no necesitan penicilina si se infectan, pueden gangrenar todas nuestras emociones y vivencias. Y como todo esto siempre tiene un motivo y un origen, allí estaba ella, perdida como todos, absorta en un mundo en el que se sentía huérfana y daba brazadas boqueando y buscando algo que nunca había entendido. El mundo era tan complejo que para su destino sencillo se convirtió en un laberinto en el que el minotauro no era lo que aterraba. La desconfianza primero y luego la posibilidad de entregarse a otro ahogaba a cada individuo de esta sociedad pueril.
Cuando las decisiones se toman sin tener en cuenta los dos platos de la balanza, suelen ser equivocadas. Es posible que te permitan seguir adelante, es posible que te ayuden a ocultar otro tipo de miserias, pero tarde o temprano, cuando el camino elegido haya comenzado se suele ver lo mucho que se ha perdido solo por temor. Y entre las cuerdas, cuando el cáñamo rozaba la piel y las cadenas apresaban su cuello para que estuviese quieta, cuando de su boca sólo surgía un fino hilo de voz suplicando más, observaba la belleza indómita de aquella mujer entregada. Nunca nada ni nadie había sido tan bella. Incluso en su mayor esplendor, cuando la piel era arrastrada por el fango, cuando el maquillaje había desaparecido hacía eones y la saliva era constantemente sustituida por la mía, sólo suplicaba por más. Ahí no había miedo, ahí no había temor, en aquel espacio y ese tiempo sólo existía ella, mecida por mis manos y sujetada por las cuerdas.
A veces las heridas dibujaban filigranas sanguinolentas en el aire a sabiendas de que serían curadas con esmero creando un mapa que hoy ya es antiguo y sin leyenda. Mapa de su cuerpo enrollado y guardado a buen recaudo para que nadie pueda descubrir los tesoros que ella misma decidió ocultar a ojos de todos. La tinta sigue fresca en la memoria porque cuando ella buscó, me encontró y ninguna fuerza de este universo podrá evitar que pueda volver a buscarme y yo encontrarla.

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