La subnormalidad está instalada en nuestras casas y nuestros bolsillos. Lo peor de esto es que nos lo creemos todo y apelamos a esa gilipollez que dice “cuando el río suena, agua lleva”. Y nos quedamos tan tranquilos, como si hubiésemos descubierto el bosón de Higgs y lo supiésemos. Es sorprendente lo que puede hacer un rumor, ya no el daño, que ese tema está tratado, en la psicología, el periodismo, el cine y en los mercadillos de bragas a un euro. Lo que alucina bastante es como uno, queriendo ser partícipe del rumor, se inventa unas cosas que además se cree. Y los demás, subnormales ellos y ellas, también.
Y esto es prolífico, porque en el fondo como cada uno de nosotros quiere saber la mierda de los demás para comprobar que la nuestra apesta igual o menos que la de los demás, asistiendo por tanto a un aquelarre esperpéntico donde impera el yo sé más que tú, y la bola de nieve de las invenciones empieza a rodar. No podemos sorprendernos cuando rueda tanto y se hace tan grande que personas, completamente desconocidas, se pelean por encumbrarse en ese vaivén desquiciante.
Todo acaba igualmente, hay un punto de no retorno, un límite que no tolera más invenciones, ya sea porque el rumor muere por si solo, porque el tema del mismo ha pasado de moda o el más divertido de todos, cuando el objetivo del rumor se harta, se le hinchan los huevos, se compra una Desert Eagle y va a buscarlos uno por uno, una por una, para pegarles un jodido tiro en la cabeza. Luego lo piensa mejor y se acuerda de Pulp Fiction, decidiendo practicar el medievo con sus culos. Mucho más efectivo y poético.
Así que ojito hijos y sobre todo hijas de puta, que os conozco y sé cómo os llamáis, con quién os relacionáis y los rumores, ahora, me ponen muy brutito. Que risa me voy a pasar.