Él
Su aliento, prisionero del cristal, pugnaba por ocultar sin éxito su instinto animal, intentando pasar desapercibido tras el cristal. Él al principio no lo sabía e intentaba en vano ocultarse de su mirada, que a veces de forma huidiza se cruzaba con la suya. Sin embargo ni uno ni otro sabían de su existencia. Como siempre se prestaba a acariciar el cristal y despejar todas las dudas posibles al ver sus ardientes ojos al otro lado, ese color miel que crepitaba en el entorno y que alguna vez, había quedado desdibujado por las lágrimas que el suelo recogió sin mucho interés.
Cada día observaba como se despertaba y bajo las sábanas acariciaba su piel mancillada la noche anterior. Algunas veces sonreía, pero eran pocas. Casi siempre cerraba los ojos y arqueaba la espalda intentando recordar algún momento mejor. Después, el vapor cálido que desprendía el agua de la ducha empañaba el cristal, dejando que en esos instantes su imaginación volase mucho más rápido que sus letras. Cuando la bruma se despejaba, el pelo húmedo dejaba su piel perlada y enrojecida. La crema hacía el resto, con parsimonia se extendía, ocupando los surcos de los latigazos mientras ella tensaba los músculos presa del dolor acentuado. Aún así, la crema era un bálsamo y lo disfrutaba. Después, como si con ella no fuese la cosa, se vestía con ligereza y se maquillaba deprisa, como casi siempre. El portazo hacía temblar el cristal y la opacidad llegaba hasta su alma.
Tan solo deseaba poder sentir esa piel una vez, romperla como se rompe el papel en sus manos, castigarla como el viento furioso hace contra las ramas de los árboles firmes. Quizá algún día se dijo.
Ella
Era en las noches de insomnio, cuando los ojos le ardían tanto que la oscuridad solo hacía tambalear su cordura, que su único refugio era aquel cristal desde el que observaba con estímulo y deseo su cuerpo, su movimiento, sus brazos arqueándose antes de asestar el primer golpe, y luego cien más. Pegaba tanto la boca al cristal que lo humedecía con la saliva sin casi darse cuenta, anhelando que ese viento cortado mitigase el sufrimiento de su piel. Latía por dentro viendo como ordenaba sus cosas, como la sutileza de sus contornos apabullaban su sexo y sentía que todo aquello que deseaba estaba ahí mismo, pero no podía tocarlo, no podía sentirlo. Gritaba cada noche aun no sabiendo su nombre, le gritaba tan fuerte con la esperanza de poder romper esa barrera invisible que les separaba, que a la mañana siguiente entre tanto sollozo, la voz se había perdido en algún recóndito lugar de su interior.
Sus dedos hacían círculos con la saliva esperanzada de que viese de alguna manera esas señales, pero las únicas señales que tenía era las que cada día le arrancaban de sus entrañas, dolorosas y angustiosas marcas. Lo que daría por que su piel fuera decorada por él incluso deseo fervientemente estar prisionera a cambio de sentir como esas manos moldeaban su esencia. Tan solo una vez, media, un instante efímero, una llama ardiente que muere con un soplo.
Entonces el salió por la puerta, pertrechado con todo lo que ella deseaba y nunca tendría y se arrodilló esperando su regreso con el alma animada porque sabía que siempre volvía.
A veces, desde el mismo sitio las cosas se ven diferentes, otras en cambio, lo que deseas, desconoces que te desea a ti también. Solo hay que mirar un poco mejor o quizá con un poco más de cariño.