Se sentía pizpireta. No era la primera vez que iba a sentir sus cuerdas pero no sabía porqué, esta vez iba a ser diferente. Después de un buen rato donde su voz pausada y seca explicaba cada uno de los nudos que le hacía como siempre había hecho anteriormente, se quedó parado y sonriendo. Significaba eso que el trabajo estaba terminado y podría sentirse la sumisa mejor atada del mundo. A veces esas tonterías se las decía para darle un toque romántico a la bestialidad que estaba acostumbrada a sentir de sus manos. Pero esta vez, él se levantó y fue hacia uno de los muebles blancos que tenía en su casa. Siempre se sorprendió de la luminosidad que le daba a todas las sesiones. Nunca pensó que la luz y la claridad fuesen sus exponentes porque siempre había pensado que estaría rodeada de oscuridad y velas encendidas. Le gustó que fuese así. Le gustó que él fuese diferente. Cuando volvió, traía una caja pequeña que abrió con cuidado. Este es tu regalo de hoy, le dijo mirándole a los ojos y haciendo que su coño se empapase. Lo sacó y se lo metió hasta el fondo. Un estremecimiento recorrió su espalda. Levantó su cuerpo atado y lo llevó hasta el enorme sofá. Colocó unas almohadas y dejó su cuerpo sobre ellas con calma y cuidado. Se dio la vuelta y se sentó en su sillón, frente a ella.
Los minutos pasaron y no se atrevía a mirar, se sentía expuesta y por primera vez no sabía a que atenerse, entonces una vibración suave empezó a hacer temblar su clítoris. El vibrador se puso en marcha y él tenía el control. Voy a trabajar un poco nena, le dijo y tú puedes observarme. Estás inmovilizada y yo soy el dueño de tus mareas, pero no temas, vas a suplicarme poder correrte porque no voy a dejar que la vibración lo haga. Te llevaré hasta ese límite en el que necesitas un empujón, un roce, un azote, una caricia, un tirón de pelo, un mordisco, una hostia, un salivazo, o mi polla entrando hasta tu garganta. Pero de momento, tenemos toda la tarde y quizá, cuando anochezca, te suelte.
Se sentó en su sillón de nuevo y abrió una carpeta de la que sacó unos legajos que fue leyendo aparentemente sin demasiada atención. De vez en cuando la vibración aumentaba, pero tan rápido como lo hacía, volvía a vibrar de manera suave y regular. Entonces volvía a su lectura y sus apuntes rápidos que hacía con la misma seguridad que los nudos. Verle así sintiendo el control entre sus manos hacía que se volviese líquida por momentos. Empezó a empapar las cuerdas y eso sabía que a él le gustaba, pero también empezó a mojar el sofá. No sabía si hablar o callar. Quizá si hablaba le castigaría y ahora mismo lo deseaba, pero sino lo hacía podría recibir un castigo al terminar por no haberlo hecho. En ambos casos, deseaba sentir sus manos restallar en su piel. Decidió callar y levantó de nuevo la mirada. Le vio sonreír cuando puso el vibrador a máxima potencia. Entonces ella arqueó la espalda y cuando iba a correrse volvió a bajar las vibraciones. La desesperación empezó a apoderarse de su coño que estallaba, hinchado y empapado.
Los minutos se convirtieron en horas, la desesperación en rabia contenida y ésta, en lágrimas que se mezclaron en el charco de flujo que se había formado en el suelo. Cuando la noche llegó y ella estaba a punto de desmayarse, él se levantó y se acercó, agarró su cuello y lo apretó con fuerza mientras besaba sus labios. Se corrió tan fuerte y tan intenso que empapó sus botas y mordió su labio hasta hacerle sangre. Cuando se dio cuenta sollozó pidiendo perdón. Él en cambio, sonrió y saboreó la sangre. Sabía que era una enorme fiera dentro de ese delicado cuerpo. Soltó las cuerdas, le agarró del cabello y la arrastró hasta el suelo. Límpialo con la lengua nena, es todo tuyo, le dijo sonriendo.
Él volvió a su sillón y observó como ella lamía llena de felicidad y como las cuerdas habían dejado un reguero de marcas indelebles que permanecerían en su piel toda la noche.