El sofá resultaba cálido y el sueño pugnaba por remontar el vuelo. Hacía ya rato que la ropa había desaparecido de su cuerpo y solo una fina manta mantenía los efluvios de su coño en sus cercanías. Las pilas de todos los aparatos se habían agotado y aún así, no estaba satisfecha. Era tan simple como que ella misma era incapaz de ir más allá. Oyó la puerta y un estúpido pudor hizo que tapase completamente su desnudez. El olor a sexo había escapado de su control y poco a poco había ido invadiendo toda la casa. Las llaves cayeron con estruendo y las pisadas, mas de una, empezaron a oírse con más cercanas.

Vístete, le dijo nada más entrar en el salón y sin mirar mientras cruzaba con energía la estancia. Tras él, una mujer extrañamente hermosa y andrógina se paró y miró con desafío. Entonces se levantó e imitó las películas de Hollywood tapándose el cuerpo con la fina tela hasta que se perdió por el pasillo. Cerró la puerta tras de sí y deseó poder darse una ducha para quitarse ese olor mezcla de deseo, dulzura y acidez, pero si lo hacía, seguramente a él no le gustaría. Siempre le sonreía y desarmaba al decirle que adoraba ese aura de sexo que llevaba con ella cuando salían juntos. Esta vez, no sería diferente.

Cuando salió se sorprendió al oír unos grititos precedidos por unos golpes. Entró en el salón despacio y asustada. Le vio más alto que nunca, con la camiseta pegada a su espalda y los tatuajes de sus brazos brillando entre las gotas de sudor. El cinturón caía en vertical hasta el suelo y su voz, profunda y suave le pidió que se acercase. Esta vez tampoco miró. Ella, como siempre, se quedó un paso detrás de él, casi paralizada y algo descompuesta. No entendía lo que estaba sucediendo. Las preguntas empezaron a agolparse en su cabeza empujándose unas a otras y luchando por escaparse de su boca y al mismo tiempo intentando contenerlas. Los sentimientos eran encontrados, la rabia apareció, el llanto se escurría por el puerto de sus ojos, la ira se acumulaba en las palmas de sus manos mientras los pequeños gritos se convirtieron en gritos de dolor y placer que envidió.

Al cabo de diez minutos, la tortura terminó. La de ambas. La espalda enrojecida y el culo desollado frente a él. Las lágrimas de incomprensión, de tristeza y dolor, a su espalda. Entonces, soltó el cinturón y agachó la cabeza. Sus palabras sonaron de nuevo firmes pero ella notó que estaba compungido. El sudor ahora se mezclaba con el aún permanente olor a sexo mientras contemplaba sus manos relajadas como si sus brazos sostuviesen el planeta entero. Entonces, simplemente al oír sus primeras palabras entendió todo. Como siempre, iba por delante de ella y se sintió como el código erróneo de un programa que hay que corregir. Él nunca le pidió que guardase sus orgasmos para él, siempre lo negó incluso con desdén le decía que sus orgasmos eran suyos y ella sentía que era una de las pocas cosas propias que no tenía que darle cuando el lo pidiese. Pero ella se empecinó en hacerlo, en ofrecérselos en exclusividad tantas veces que casi ya no lo recordaba. Aquella tarde, los deseos nublaron sus tareas y él lo supo, no sabía cómo, pero lo supo.

Para cuando se dio cuenta llegó y le ofreció el peor castigo que podía darle. Lo que era para ella, se lo dio a otra. Y comprendió que el dolor físico, a veces es infinitamente menor que el emocional. Aunque eso ya lo sabía.

La mujer se vistió, le besó en la mejilla y el acarició su pelo. Cuando se fue, se giró y le pidió que se desnudase y se diese una ducha. Ella no pronunció ninguna palabra, ningún sonido era apropiado. Lo hizo. Cuando estaba bajo el agua, notó sus brazos rodeándola y ella le pidió perdón esperando un reproche, incluso algo peor. Entonces, él se arrodilló y besó su coño con tanta dulzura que le cortó la respiración. Ambos debemos perdonarnos, sentenció.