El papel le hacía sonreír, el olor de los libros, de la tinta, las estanterías ordenadas. La tienda no la conocía pero era el único lugar donde el libro que buscaba estaba en sus librerías atestadas de volúmenes atípicos. Hacía calor y se dio cuenta demasiado tarde cuando ya había salido con su cazadora de cuero, los vaqueros y sus botas sempiternas que hacia meses no limpiaba. Frunció el ceño y se dijo que iba siendo hora de eliminar aquella capa de polvo y arena que arrastraba desde que era capaz de recordar. Se sentía bien desde hacia mucho, navegando por esa libertad que solo te da la estabilidad emocional y dedicándose tan solo a aquello que amaba. Siempre había sonreído pero sentía que ahora era más real o quizá menos artificial.

La madera del suelo estaba algo suelta y con sus botas los crujidos se amplificaban como si sólo él estuviese en la tienda. Resonaron fuerte al pasar junto a una mujer menuda que olía a cítricos. Ese aroma le acompañó en los siguientes pasos hasta que se detuvo a mirar un par de libros. Se sintió observado, como esa extraña sensación de sentir físicamente la mirada. Se giró con calma y observó a la mujer cítrica mirándole fijamente. Ella evitó la mirada y bajo la cabeza volviendo sus ojos al estante de libros. Se acercó a preguntarle algo, quizá era más rápido que buscar a una dependienta. Sonreír no cuesta nada, eso se decía siempre y es mejor acercarse con una sonrisa que con cara de mala hostia, que también la tenía. Ella contestó algo, pero no supo entenderlo o simplemente no hablaba su idioma. Le agradeció el gesto y se fue con su olor a cítricos incrustado en la barba.

Saludó a la dependienta cuando le entregó y pagó el libro y salió por la puerta, de nuevo con esa sensación de la mirada en su espalda. Volvió a sonreír. Antes era incapaz de irse con esa sensación, se hubiese dado la vuelta y se hubiese enfrentado, sin miramientos, hubiese intimidado y aniquilado la presunción de aquella mirada. La seguridad que aquella forma de sentir y actuar le permitía hacerlo sin atisbar duda. Ahora podría hacerlo, seguramente lo haría mejor, pero también aprendió con el tiempo que las circunstancias de la vida, las causas de todo, se completan solas. Entendió que algún día esas miradas no se clavarían en su espalda. Entendió que algún día, esas miradas las contendría en la palma de su mano y como Superman, apretaría tan fuerte su puño que cristalizaría los restos hasta convertirlo en algo suyo. Pero aún no era el momento, por mucho que aquellos ojos castaños y limpios como pocos le hubiesen gritado hasta el estruendo la necesidad de sus manos aferrándolos.

El temblor del motor entre sus piernas le relajo, aceleró y se perdió por las calles de la ciudad. Volvería por allí algún día y cuando finálmente lo hizo, la encontró.