Siempre se sintió un perfecto oxímoron. Su mente ordenada, etiquetado todo en recipientes que circunvaleaban sus recuerdos, plegados y envueltos en lo justo, sin adornos. Eran fáciles de reconocer y su acceso era inmediato. Su mente, bajo ese aspecto de salvaje indomado, era un perfecto cubo de Rubik donde los colores eran conceptos abstractos llevados a la acción de manera perfecta. Nada se escapaba, nunca se sobrepasaba, siempre controlaba, ni un milímetro de más, ni un segundo de pausa. En ciertos estados se sentía una máquina, silenciosa, apática incluso. Conseguía abstraerse hasta el paroxismo pero no conseguía odiarse por ello. No podía cambiar, no sabía cambiar. No debía cambiar.
Sin embargo, desde su aspecto desaliñado, desafiante, sus alocados momentos, su sonrisa desprendida pero contenida, se enfrentaba a lo perfecto y ordenado. Había un aura caótica a su alrededor, muchas cosas que no podían dejar de verse y que solo, cuando las palabras hacían acto de presencia, sorprendía de manera inesperada. En la cama, era aún más dramático. El salvaje, era extremo, pero metódico. El dolor era perfecto, el placer inequívoco y sin embargo, por mucho que quisiesen, jamás conseguían descifrar lo que esos ojos negros trascendían. Los abandonos eran provocados por los silencios, pero el salvaje las hacía regresar una y otra vez. Él con el desdén de lo que sabía hacer, ellas con el fervor de que aquella vez lo conseguirían. Una y otra vez chocaban contra un muro de placer y de insatisfacción al mismo tiempo.
No siempre fue así. El sentido de la responsabilidad le jugó malas pasadas, cuchilladas eternas en el corazón de las que no se recuperó jamás y que terminó por abandonar una vez curadas. Ese corazón latía con fuerza pero sin vida cuando decidió que era su mente la que podría darle la esencia de aquello que buscaba, tan solo para olvidar al principio y después para recuperar su propio yo. El pelo rubio caía sobre la almohada, ondulante y aún con restos de sudor, flujo y semen. La piel demasiado morena para su gusto, latía casi inerte por las marcas de sus manos. Al girarse, los ojos azules, vidriosos y con el maquillaje aún en ellos, desprendían el hedor de la seducción y el placer como nunca lo había sentido, del dolor y el frenesí, pero él solo veía aquellos ojos oscuramente marrones y aquel cuello latente que sus dientes instintivamente masticaron.
Sonrió, como siempre, gentil, y con la voz suave y algo ronca le susurró algo. Sin mirar demasiado, se vistió, dejando caer una camisa blanca y ahora manchada de pequeñas gotas sanguinolentas. Sus pechos, generosos, aún estaban amoratados y miró las cuerdas con las que los ató. Ella lo hizo también y se estremeció. Se acercó y le mesó la barba mientras le mordía ligeramente el labio. A cambio, ella se llevó un sonoro cachete en el culo que le hizo soltar un leve gritito mientras entreabría la boca. Deseó que le agarrara por el cuello y la estampase contra la pared, pero comprendió rápido que hoy no sería. Cuando salió por la puerta, con el cuerpo aún dolorido, su entrepierna sintió un latigazo, un aviso como si le dijese que jamás volvería a verle.
El bebió el café, sorbo a sorbo mientras miraba por la ventana, volviendo a ordenar ese caos en el que se había convertido su vida en las últimas horas.