Más que gritos eran aullidos. No era como deseaba ni como lo había soñado, ni siquiera como lo había imaginado. Ese poderoso enlace que mantenía su mente anclada al dolor y al sabor metálico de la sangre, estuvo mucho tiempo rondando su cabeza. Sentir su vida fuera de su alcance y en las manos de él fue su anhelo y por fin se dio cuenta de que obtenía aquello que deseaba. Pero no fue fácil.

Mientras notaba como la vida se iba escapando en cada uno de los estertores de su garganta cuando él presionaba, indubitable las manos, cuando su cuello pasó de la tensión y el miedo a la languidez del desmayo, comprobó que no era dueña de su vida y que todo lo que había entregado estaba ahora del otro lado. Antes de cerrar los ojos vio en él toda la pasión y el corazón, su alma, su futuro certero y la necesidad de morir entre sus brazos, literal. Entonces aflojó y el aire inundó sus pulmones como en un  nuevo renacer, donde los ojos se llenaron de luz chisporroteante y que sin darse cuenta, boqueaba como un pez sacado del agua. Él acarciaiba su rostro y le decía que lo hiciese despacio, con calma. Su pecho dejó de moverse rápido y empezó a sentir que la vida volvía gateando a cada una de las células de su cuerpo.

Odiaba las agujas, no el dolor, las agujas en sí. Belonefobia le dijo un día él. En cambio adoraba la sangre, se mordía el labio tan fuerte cuando se corría que el sabor de la sangre era un indicio de su disfrute y necesario para consumar un éxtasis brutal. Una vez se lo comentó, cuando sintió su lengua lamer el carmesí líquido y lo saboreó con dulzura. A partir de ese momento juguetearon con la sangre, cuando regaba sus pezones en finos regatos que el succionaba con deleite y ella adoraba. Después con un cuchillo, afilado donde él demostraba su destreza con cortes precisos, pequeños y disimulados. Le encantaba ver el contraste de su piel lechosa y la sangre intensa. Él a veces le dibujaba con los dedos figuras imaginarias de algún lugar de su imaginación.

Muy al contrario de lo que podría suponerse, nunca se sintió en peligro, nunca sintió dolor extremo aunque a veces jugaban a eso. Entonces se dieron cuenta de que en realidad no era un juego, sino una forma de estrechar unos lazos entre sí que nadie entendería jamás.

Las manos volvieron a presionar su cuello y el comenzó de nuevo a embestir como el animal salvaje y oculto de la sociedad que era, amante de su sangre, de su cuerpo y de su placer y dolor. Se perdió de nuevo entre sus nebulosas ensoñaciones mientras dejaba de respirar y aquellos ojos le susurraban canciones hermosas.