Dicen que el sabor de las cerezas perdura en nuestro recuerdo más que cualquier otro. No sé si eso será cierto o no, pero como todas las frutas, las jugosas, las que te dejan los dedos pegajosos y la boca con ese perfume tan particular, las cerezas también explotan entre nuestros labios. Cada uno tiene sus particularidades, sus manías, sus filias y sus fobias. A mí me gustan los sabores y los olores. Un sabueso especial que detesta aquello que de una primera vez no me transmite ni me hace sentir cómodo. Embelesado por efluvios que duran horas entre mis dedos y que de manera inconsciente llevo hasta el labio superior para poder oler con delicadeza. Sabores que hacen que relama los labios y dejo que se queden prendados en la barba como si fueran adornos navideños, puestos ahí con un motivo. Sonreír.

Pero las cerezas como otras frutas y todas las personas cambian sus aromas. Del ácido de antes de la madurez, al acaramelado y sedoso cuando están en su punto, para terminar en ese aciago y corrupto empacho de azúcar alcoholizado y al que las moscas acuden como si de su último festín fuera. Recuerdo el sabor a mar mezclado con el del melocotón y mi asombro por aquella mezcla cuasi perfecta. Adictiva y temeraria, rodeada de una piel tersa y suave. Era, fue mi cesta de frutas, con todos los colores posibles, con aquellos vertiginosos rizos y las risas infinitas del gozo y el placer. Con el tiempo se pudrió, todo.

El coco, que venía en oleadas, como los uppercut. Iba y venía, desaparecía y de pronto el frescor, el aceite que lo hacía todo más rápido y más intenso. Junto a la miel, en aquella mirada perniciosa y cargada de maldad infantil, la misma que hacía que se mordiera el labio y yo atizara con todas mis fuerzas en su culo, cinturón en mano expiando pecados aún por cometer. Y como toda miel, pegajosa y difícil de quitar, descubriendo restos entre los dedos muchos años después.

Luego la piel prieta y dura de la mandarina, ácida y pequeña, escondiendo el dulzor de su jugo y la dureza de los gajos que costaba tanto separar. Ni siquiera apretando con fuerza era capaz de agrietar aquella firmeza. El resultado era siempre el mismo, agotamiento. Pero la recompensa dejaba de ser ácida para en puntuales momentos acercarse a la endiosada perfección. Cada vez que ocurría, sentía una revelación, esa epifanía que todos esperamos para que algo cambie, para que todo gire y las velas de nuestro pequeño barco se hinchen y por fin, nos lleve al puerto que hemos deseado.

Todo aquello se quedaba en nada, en desierto emocional y físico. A fin de cuentas, es el tiempo quien termina dirigiéndolo todo y haciendo que cada fruta madure hasta convertirse en podredumbre. Sin embargo, el sabor, como el de las cerezas, se resguarda en nuestra memoria, lanzando dentelladas de pasión para que volvamos la vista atrás y saboreemos algún triunfo.

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