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Se miraban con el ceño fruncido. Había algo de rabia, vergüenza y algunos sentimientos reprimidos por el desconocimiento. Se acercó despacio, con la cabeza agachada pero la mirada aún desafiante. Por detrás le empujaban de la misma manera que cuando aprendes a nadar y te acercas a la orilla del río, con el ánimo de impacientar y sentir que ese empujón es lo que te hace tomar la decisión. No era el caso.

En frente, los labios apretados no disimulaban el enfado y la mirada se mantenía con la misma firmeza. Se dio cuenta de que miraba la escayola de su brazo, pero en sus ojos no apreció arrepentimiento. Se revolvió un poco en el asiento mientras esperaba que hablase entre murmullos o balbuceos, sintiendo que aquella cara era una fachada para ocultar el miedo que le producía aquella situación.

No quise romperte el brazo. Sí quise hacerte daño, por eso te empujé y antes te tiré del pelo“. Los adultos que estaban en la sala se irguieron y dieron un paso al frente, preparando las afiladas palabras para reprender el comportamiento pasado y el presente, pero la voz juvenil cercenó de raíz cualquier intento de apaciguar las aguas bravas que los mayores iban a desatar. “Eso no es una disculpa. No te arrepientes de lo que hiciste“.

Se produjo un silencio incómodo para los demás excepto para ellos. El joven enfrentamiento silenció cualquier otro sonido excepto el rechinar de los dientes, un ligero murmullo y los movimientos producidos por incomodidad. Pero para ellos no había nada más alrededor. “No me arrepiento de lo que hice, sí de las consecuencias. Lo volvería a hacer“. Los demás dejaron de respirar ante aquella proclamación de intenciones y cuando quisieron recuperar el aliento, ella, insoportablemente madura, respondió con una firmeza similar a la de él: “Te perdono, pero no vuelvas a hacerme daño de esa manera. No te perdonaría jamás

Aquel recuerdo no fue la chispa que lo inició todo sino el continuo devenir de sus emociones y sentimientos. El tiempo pasó, los tirones en el pelo les unieron y él descubrió que aquella firmeza con la que le hablaba y después acariciaba, era la justa medida para que ella se acercase más, atraída por cada fogonazo de sus dedos en el pelo. Por las noches, acariciaba el brazo que partió como si fuera el suyo, recordando lo que nunca debió hacer y descubriendo que, al mismo tiempo, aquello fue lo que le hizo ser lo que es. Nunca más le tuvo que perdonar, nunca más se tuvo que arrepentir porque con aquellas palabras infantiles y sinceras, fraguaron el misterio de los cimientos de su relación y su vida.

 

Wednesday

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