Después de un par de horas con la cabeza cubierta y el cuerpo exhausto, la mente se había precipitado desbocada a un vertiginoso descenso hacia la luz. Los brazos exiguos caían hacia atrás mientras el cuello era sujetado por las manos que durante todo aquel tiempo le habían proporcionado más placer que dolor. Notó como la vibración del Hitachi se separaba de ella y el temblor ya sólo era residual. La carne tenía espasmos que empujaban a su mente un poco más al fondo. Sintió como flotaba en volandas hasta que pudo reposar en el cuero frío de la silla que su piel siempre recibía con agrado. Apoyó las muñecas en los reposabrazos y las piernas quedaron recogidas a mitad de camino entre la posición fetal y la del galope. La luz hizo temblar sus párpados cuando le quitó la máscara y de una absoluta oscuridad pasó a aquella tornasolada presencia con su sombra siempre presente.
Besó su boca reseca y la dio de beber. El agua se escurrió por la comisura de los labios mientras la lengua intentaba recoger la mayor cantidad del líquido derramado. Él sonrió y siguió dando de beber hasta que quedó saciada. Cerró los ojos de nuevo y sintió la vibración fantasma en su coño, se mordió el labio con ansia y se dio cuenta de que aquella vez el dolor había sido sustituido por un placer interminable. Era ella la que sonreía ahora porque hacía mucho tiempo que no se había entregado tanto al placer. Luego sintió la mano caliente entre sus piernas y el susurro le hizo abrirlas de golpe: “No hemos terminado” le djo.
Tenía el coño tan sensible que el roce ligero le hizo mantener la respiración y aguantar el incipiente orgasmo. Entonces él se dio la vuelta y cogió una bolsa de cuero que desenrolló delante de ella. Allí guardaba los cuchillos se dijo. Encendió un pequeño mechero que propagaba una intensa llama blanca y que dejó sobre la mesa, justo a su izquierda cerca de la autoclave. Sacó una pinza porta agujas Hegar y una aguja recta atraumática. Muchas veces le había visto manejarlas y colocarlas, esterilizarlas y guardarlas, pero nunca había jugado con ellas y en ella. Se revolvió en la silla nerviosa. Miró como colocaba la aguja en un soporte y lo deslizaba sobre la llama blanca. Luego cogió la pinza con la mano izquierda y con la derecha apretó fuerte su coño dejando el clítoris todavía sensible al descubierto. Apretó con la pinza en la base para que no se escondiese.
“Mírame” le dijo, “No apartes la mirada de mis ojos“. Con la mirada periférica vio como la aguja incandescente era levantada del soporte y la puso delante de sus ojos. “Mírame sólo a mí” volvió a decirle y así lo hizo. La punzada de dolor atravesó cada una de sus terminaciones nerviosas y el grito chocó contra la cara del hombre que acababa de atravesar su carne. La aguja se enfrió y soltó la pinza. Él entonces colocó sus piernas entre las de ella para que no las cerrase. Las lágrimas resbalaban por las mejillas mientras sentía como las fuerzas iban desapareciendo notó algo de peso en la aguja que tiró del clítoris hacia abajo ligeramente. Se sorprendió al no sentir más dolor y se centró en los latidos que éste enviaba a su cerebro en forma de impulsos constantes. De forma inesperada los impulsos provenían de la electricidad canalizada por la aguja y que provenían de un pequeño generador de voltios. La aguja vibraba, el clítoris vibraba y ella dejó de llorar porque el dolor se había transformado en otra cosa.
Ahora sus ojos eran la luz que a él le iluminaban cada día.
Wednesday