Era maravilloso ver como los colores iban cambiando, como la piel se convertía en un tornasol donde la luz incidía y de la palidez blanquecina y tersa, se iba pasando a un rosado pálido que se transformaba en un rojo contenido y por último, la lividez oprimía las venas palpitantes de las sienes. Mientras sus manos rodeaban el cuello y presionaban con firmeza y precaución, intuía como los regueros insípidos del aire que escapaban de sus pulmones, golpeaban la cara y se arremolinaban entre su barba espesa y salvaje. Sus ojos intentaban buscar algo más allá sin saber a ciencia cierta que era. Las pupilas, cada vez más dilatadas captaban todos los resortes sensoriales que aparecían frente a ella.

Era entonces cuando su coño sentía a traición las embestidas, y en cada una de ellas, le restaba un poco más de aire. El oxígeno faltaba a su cita con el cerebro y las percepciones se hacían más y más intensas. Otro envite, menos aire. La boca se entreabría y no sabía si más por la busqueda de ese aire atrapado a su alrededor o por la fiereza de sus movimientos. En cualquiera de los casos, cada uno de ellos le daba vida mientras las manos alrededor de su cuello se la quitaba. Sentía la presión, más en los laterales que en la propia garganta. Desde el principio entendió que la falta de aire era más por la ausencia de oxigeno inmediato que llegaba al cerebro porque sus dedos, poderosos, comprimían la carótida y la yugular pero no lo suficiente para cortar el riego. El oxígeno tan preciado no llegaba como debía a su cabeza y las palmas comprimían ligeramente su garganta.

En ese vórtice al que le llevaba, el miedo, la emoción y el descontrol hacían el resto, un trabajo minucioso que conseguía sin mucho esfuerzo que sus orgasmos fuesen explosivos y descontrolados. Entonces, cuando se precipitaban, uno tras otro, la compresión de las arterias cesaba y la sangre latía con fervor buscando su objetivo, regar con energía sus receptores de placer que se maravillaban de todo aquel paraiso de gozo y emoción. Ni siquiera se daba cuenta de que las ataduras rozaban su piel y el dolor de los azotes previos había desaparecido hasta que su propia mente comenzaba a recordar debido a los intensos latigazos de dolor que provenían de su culo.

Del morado de su piel, de sus ojos inyectados en sangre y lágrimas se pasó a lo terso y pálido del blanco recien pintado por el semen, recibido como el maná después del diluvio universal. Su olivo, su rostro satisfecho, su meta. De rodillas y empapada en todos los sentidos, rió como nunca, de plenitud y satisfacción, y comprendió que su aire no era suyo, que su respiración contenía lo que él había creado para ella.

Mas tarde, comprobó las marcas hermosas del cuello, nada indelebles y que en unas horas desaparecerían. Pero el recuerdo y el deseo de verlas dibujadas de nuevo no se desvaneció. Al contrario, al acariciarse el cuello sintió de nuevo el estremecimiento en su interior y volvió a sonreir. Era lo mas parecido a la felicidad que había conocido.