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La risa adecuada enardece el corazón, hace más roja la sangre y, sobre todo, afila los dientes. Bajo sus botas el barro se hacía pesado a cada paso, adhiriéndose y ralentizando cada paso. Aquel barro era la propia vida, sucia y pegajosa. Lo succionaba casi todo excepto su ánimo y allí se encontraba, en lo que parecía un páramo encaminado hacia ninguna parte. Miró atrás para descubrir que había avanzado poco y el esfuerzo ya había supuesto un desgaste físico y emocional enorme. Volvió a pararse y resopló, puso los brazos en jarras, se mesó la barba y sonrió mientras miraba el cielo plomizo.

Sentía ser el único superviviente de una diáspora ficticia y artificial, la de los “elegidos” y todopoderosos que se fueron quedando atrás, convencidos algunos por destinos más factibles, otros absorbidos por el propio barro y enredados entre los mil un problemas que ellos mismos levantaron. Las construcciones de aquellos que no tenían ni cimientos ni verdades, decorados con imágenes grotescas de lo que no era propio y que los obtusos intentaron hacer suyas. Allí plantado no se sentía único y eso le hizo sonreír. Levanto uno a uno los pies y con las manos retiró el sobrante de barro, piedras que el camino fue poniendo en su trayecto y tan rápido como se adhirieron a las suelas, cayeron al suelo. Mirar atrás y sentirse Jano, dios de las puertas, observando lo recorrido y lo que aún queda por hacer, dos horizontes con un mismo final. Él había elegido aquella puerta y estaba dejando atrás el lastre que frenaba sus deseos. Desentumecido, comenzó de nuevo la marcha, el páramo en algún momento daría paso al sonido de algún río, al frescor de las flores, a la abrumadora presencia de las montañas o al bramido del mar embravecido, el mismo que esperaba a los incautos para ser engullidos en las fauces del leviatán. Allí, en ese desierto embarrado, como Ahab buscando a quién hincarle el arpón aún a riesgo de perder la vida, recordaba sus palabras: “No está marcada en ningún mapa: los sitios de verdad no lo están nunca”.

Pero las recompensas, las que siempre creemos inaccesibles o escondidas, suelen estar a flor de tierra, a primera vista. Y no son espejismos ni lugares remotos e inaccesibles. Casi siempre son sonrisas, y las buenas, las que enardecen el corazón y hacen más rojas la sangre, las que afilan los dientes, están sin darnos cuenta bajo nuestras botas.

Cuando acarició su pelo y notó las cicatrices, fue cuando escuchó el río en sus venas, el frescor de las flores en su sexo y la abrumadora presencia de las montañas en su pecho. El mar y su bravura corrían de su parte y las fauces ahora sonreían.

Wednesday

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