Esa hipnosis y su crepitar, el chisporroteo de la madera cuando la resina estalla y forma pequeñas estrellas efímeras que se pierden en el aire ahumado. Las brasas aceleraban la excitación mientras él, de pie y con las piernas ligeramente separadas dejó caer de una mano el cinturón haciendo que la hebilla golpease el suelo. En la otra, una larga vara metálica que incrustó en el fuego abrasador, removiendo las brasas y la madera prendida. Ella aguardaba en silencio, poco más podría hacer.

Cuando se dio la vuelta, puso una rodilla en tierra y acercó su cara a la suya. La mirada, los ojos, pozos sin fondo, oscuros y brutales, se ennegrecían tan rápido que siempre le asustaba cuando lo hacían. El fuego cambiaba la tonalidad de todo lo que lo rodeaba excepto de aquella impenetrable mirada. Sintió como apretaba los dientes y las mandibulas formaron un siniestro marco angulado, entonces, a la memoria le vienieron escenas de su cuerpo avalanzándose contra ella, estampada contra la pared mientras los dientes devoraban los labios, carnosos y húmedos, sin contención, arrasando con todo e intentando derribar la pared que les sostenía. Cuando le agarraba de la cintura, y sentía su brazo componer todo su cuerpo como un huracán llevándola de un lado a otro o cuando le llenaba la boca de saliva, escupiendo emociones y perversiones, unas tras otras. Sus dedos violando la piel y su sexo, precintando los pezones en el vacío de sus manos y como no, su pelo, baluarte de aquellos instantes cuando hacía que su cuello se arquease hasta donde el dolor le permitía.

Sintió en ese momento el frío metal y el cuero áspero cerrarse alrededor del cuello, presionando y confiriendo esos momentos donde el aire tenía que pensar por donde acceder hasta los pulmones. Tenía la boca abierta, dejando ver aquellos hermosos dientes y la lengua juguetona que empezaba a secarse. Él se dio cuenta de eso y le escupió como si fuese a darle lustre a la vajilla de plata. Esa era su ley. Tiró del cinturón hasta ponerla a cuatro patas, como si fuese su mascota juguetona, pero en lugar de dejar que ella se moviese, tiró del cuero hasta arrastrarla junto a la hoguera. Gritó un poco al desollarse las rodillas y los codos pero se dio cuenta rápidamente que ese dolor no sería nada comparado con el que le proporcionaría el metal incandescente.

Volvió a poner una rodilla en tierra y le susurró algo al oido. Ella se incorporó y le miró a los ojos. Me veo a mí, le dijo y eso es todo lo que él necesito escuchar. Pisó el cuero e hizo con ese gesto que ella volviese a bajar la cabeza. Se dio la vuelta y agarró el metal al rojo. Toma aire, le dijo, y ella así lo hizo. Le dió un fuerte azote en la parte superior de la nalga y ella gritó. Vuelve a tomar aire, le dijo nuevamente y ella así lo hizo. Suéltalo despacio. Cuando sus pulmones aún no estaban vaciós, el aire restante salío despedido en forma de grito infernal y se mezcló con la humareda y la carne quemada. Después el metal golpeó el suelo y le soltó la presa del cuello.

Cuando ella, ya sentada, se vio el brazo marcado, dolorido e hinchado comenzó a llorar. Lágrimas de dolor y de orgullo. A su lado, él, le dio una botella de agua y un vaso de bourbon, hasta arriba. Bebe, le dijo mientras comenzaba a curar la quemadura. Dentro de unos días, te sentirás aún mejor. Tapó la herida y la cubrió con una manta. Sus ojos ahora no eran oscuros ni impenetrables, eran un paraiso.

 

Wednesday