Los dedos caminando por su mejilla. Hubo un tiempo en el que aquel gesto, siempre bondadoso, le asustaba y le provocaba una enorme congoja. Luego tensaba los músculos en un acto reflejo intuyendo un golpe, un arrastrón o peor aún, el desprecio. Habían pasado tantas cosas que apenas recordaba lo que era antes. Tenía retazos de vergüenza y pudor, recortes de momentos llenos de lágrimas. Le hablaron en su día de collares, de dolor, de entrega. Y ella lo puso en práctica todo. Se dejó enseñar y guiar y comprobó con desaliento aquello de lo que le habían hablado. Su carne lo vivió y encontró en la saña ajena el inexplicable camino de la huida. Desubicada. Sin embargo, nunca se sintió del todo perdida.
La primera vez que entró en su casa le sorprendió el orden. Pensó que quizá fuera un maniático y eso a ella le asustaba más aún. Era incapaz de tener algo ordenado. Tampoco sus pensamientos. Luego, poco a poco, fue entendiendo lo que al principio parecía un misterio y desentrañó una a una sus peculiaridades. Le daba silencios, muy pocos estímulos sonoros a cambio de una coreografía de gestos que le fueron fáciles de aprender. Comprobaba cada día el estado de ánimo por la respiración o por la mirada cansada y se daba cuenta de que necesitaba estar ahí para él. Estar. Empezó a darle contenido al verbo sin añadirle el sonido. Se acercaba despacio y se acurrucaba a su lado primero y con el tiempo, comenzó a apoyar la cabeza en las rodillas. Cuando este gesto se convirtió en natural, él comenzó a acariciar la nuca y las mejillas. Los silencios seguían llenándolo todo y el calor de sus dedos reconfortaban como nada.
Sabía cuándo estarse quieta, cuando moverse, colocarse detrás. Todo ello con un simple gesto. ¡Claro que deseaba alguna vez abalanzarse sobre él, posar las manos en su pecho, hundirse en su cuello y olerle, y lamerle, y morderle! Pero cuando había pensado que la vergüenza se había ido para siempre, la puerta de la calle le devolvió a la realidad. Con un gesto de la mano, de nuevo, le ordenó que le acompañase. Caminaba a su lado, algo detrás y le miraba expectante. Se paraba cuando él lo hacía y reanudaba el paso tras él. Llegaron a una amplia pradera iluminada por el sol de la mañana y dónde aún persistía el rocío en las briznas de hierba. Haz tus cosas, le dijo. La orden, por inesperada, le paralizó el cuerpo entero. No nos iremos hasta que hayas terminado, continuó. Miraba a un lado y a otro buscando algo de intimidad donde había tan solo un espacio abierto. A lo lejos, transeúntes se preguntaban que hacía aquella mujer allí, quitándose la ropa. Al menos, era lo que su pudor le quiso hacer creer.
Cuando regresó a casa con una mezcla de satisfacción y vergüenza volvió a sentir los dedos caminando por su mejilla y comenzó a entender un poco mejor aquello. Unas palabras concretas, unos gestos en el momento adecuado y se había convertido en el animal de compañía que siempre deseó ser.
Wednesday