Desde el momento que se acercó, con aquella mirada pizpireta y la nariz arrugada, supo que el cincel no tendría que utilizarlo. Estaba agotado de horas de duro martilleo sobre el frío mármol blanco y sus brazos casi no aguantaban la energía que aquella roca devolvía en cada uno de los golpes que intentaban ordenar y dar sentido a la sumisión mal entendida. Aún así, él continuaba, mantenía con firmeza el convencimiento de que toda obra de arte merece el esfuerzo necesario y constante. Una y otra vez, golpeaba, marcaba, pulía para terminar dándose cuenta que jamás llegaría a realizar aquella utópica perfección entre sus manos. Se acercaba a ello, se maravillaba a veces del brillo que conseguía en algunas de sus piezas y a lo largo del tiempo se había perfeccionado tanto que llegaba mucho más rápido que antes al mismo punto.
Pero sus tendones flaqueaban, inflamados de dolor por no conseguir aquello que deseaba y anhelaba, sus huesos a veces sentían como se resquebrajaban en esos eternos martillazos que resonaban eternamente como en un aura de ultratumba. Sentía la tentación de dejar caer los brazos y soltar las herramientas y por fin descansar. Sin embargo, con renovada energía volvía a descargar certeros golpes que desataban una tormenta de pasión y esquirlas blancas que se clavaban en su piel. Esa descarga que mezclaba la adrenalina, la pasión y el dolor, estaba tan dentro de él que no sabía cómo podría escapar si alguna vez lo necesitase.
Entonces apareció ella y sintió que no necesitaba las herramientas, que tan solo con sus manos, con el movimiento preciso de sus dedos y la calidez enérgica de su voz era suficiente y cada día moldeaba con precisión su piel, su mente y su mirada y a cambio recibía la humedad de su piel de barro, secándose poco a poco y convirtiéndose en una superficie suave y fina preparada para trazar las líneas perfectas que le otorgarían sus verdaderas cualidades. Ella mostraba por primera vez el corazón y el núcleo que él siempre había buscado debajo del mármol en bruto, esa esencia pura que siempre creyó vislumbrar en cada una de sus esculturas.
Sin darse cuenta, comprobó que ese centro sobre el que todo gira era algo oscuro y luminoso al mismo tiempo, blando y acerado por otro y perfectamente maleable entre sus dedos. Y todo ello mezclado con la sonrisa, el susurro, el gemido y el llanto del dolor descontrolado. Sus tendones se recuperaron, sus músculos se relajaron y su mente consiguió llegar al centro de su propio universo.