La desilusión se había convertido ese día en el envoltorio de su cuerpo. Sentada, mientras el traqueteo de los vagones mecían su cuerpo magullado se preguntaba como era posible que hubiese llegado hasta ese límite. No el límite en si mismo, se decía. Se sentía engañada, humillada, despreciada y dolorida, en su cuerpo y en su alma. Las manos ocultaban unas lágrimas que horadaban sus mejillas y despreciaban su ser.

A su lado se sentó un hombre, de aspecto indeterminado, recto, con el pelo alborotado, barba perfectamente enredada y que mordisqueaba un lápiz que había vivido horas mejores. Sin darse cuenta, imaginó esos dientes clavados en su ahora dolorida piel. Las lágrimas volvieron a asomar en sus ojos, imitando el suicidio del desesperado.

Entre las manos llevaba una libreta aparentemente muy usada que abrió por la mitad. Algunos dibujos imitaron el movimiento del viento y a saltos fueron pasando de hoja en hoja. Paró cuando encontró una página en blanco y el lápiz mordisqueado empezó a trazar líneas en el papel, guiado con firmeza por las manos. Con una trazaba y con la otra difuminaba, como si la creación fuera cosa de dos. Las viñetas se entremezclaban. Entonces él giró su cabeza y la miró. Ella se sorprendió con los ojos húmedos y bien abiertos. Entonces y sin dejar de mirarla, él comenzó a dibujar. El cuerpo femenino se materializaba con precisión en el papel, las marcas que ahora poseía en su piel y de las que se avergonzaba, se veían hermosas en él. Era una paradoja porque sentía como la mano que suavizaba los bordes, acariciaba los pliegues incesantemente y empezó a revolverse en su asiento. El movimiento del tren no ayudaba y colocó sus manos sobre las rodillas para mantener cierta quietud y que las heridas no fuesen aún más dolorosas.

Él se percató y paró de dibujar para contemplar sus manos. Pasó de página para comenzar un nuevo dibujo de unas rodillas desolladas con las manos separando las piernas, recorriendo milímetro a milímetro la piel del interior de sus muslos. Ella sorprendida, se vio recorriendo los mismos lugares sin casi poder hacer nada. Los dibujos se hacían más y más deprisa, rellenando huecos y haciendo que por fin, ese día cada roce de su piel tuviese un efecto balsámico para su alma, haciéndole olvidar el horror de unas horas antes.

El último boceto, mientras entraba en la estación por la que ella se apearía del vagón hizo que se derrumbase. El llanto fue tan grande que su interior se reforzó como nunca lo había estado. Su ojo en el papel, y una lágrima hermosa, asomada al puerto de su mirada. Y una leyenda. La única lágrima derramada, solo tiene un dueño. Nadie debe poseer eso tan preciado. Nunca se lo des a nadie que no lo merezca. Tu amo, llegará, lo sabrás porque él no necesitará provocarte dolor para ello. Y ya te ha encontrado.

Arrancó la página y se la dio. Las puertas del vagón se cerraron y ella sonrió a través del cristal, enjugando las lágrimas con las heridas que ya no sentía.