La tendencia natural a decirles a los demás lo que está bien o no es un mal endémico establecido en lo más profundo de nuestras relaciones. No hay distinciones entre hombres y mujeres en estos casos, por mucho que nos intenten convencer de ello. Nos inventamos hipótesis, estudios, pruebas y hechos para sesgar de manera traumática nuestras opiniones. Nos extrapolan ideas facticias, manipuladas al antojo de quien las escupe y mediante un método absurdo nos las quieren colar como leyes. La felicidad envuelve todos nuestros actos y nuestros pensamientos, aunque ni por asomo aparezca una sonrisa en nuestra cara y mucho menos, en nuestra alma. No equivoquemos conceptos, el alma hoy es la metáfora de la estupidez y con ella adjetivamos cada una de nuestras acciones y juzgamos, además, las acciones de los otros. Esa es nuestra verdad, que ni es coherente ni es adecuada, pero es nuestra y poderosa como ninguna. Nos sirve para alinearnos con verdades similares, verdades que cumplen unos mínimos requisitos de armonía e igualdad con la nuestra o viceversa y con ella, nos lanzamos a aniquilar a los contrarios. No validamos nada, ni la información ni las consecuencias, Las arrojamos como se arroja una botella al océano, sin miedo y esperanza y, por tanto inconsciencia. Hacemos sangre, herimos, machacamos sin control ni vergüenza, escudándonos en nuestros derechos y libertades, apoyados por nuestra verdad y la de los acólitos, nos creemos nuestras propias locuras que repetidas una y otra vez se han conformado como el decálogo de nuestro tiempo. Y lo finiquitamos con un “esto es así“.

La soledad no es mala, ni buena, claro. A veces no sonreír es saludable porque no te mientes a ti mismo y eso, es un principio motor imparable. No hay necesidad de verse con otros por el mero hecho de hacerlo, ni tampoco ser cordial con quien no merece ni un mínimo respeto. Vamos dejando nuestra humanidad, la de verdad, la de las risas sinceras y la violencia furiosa, en un estado de ocultación constante para ser correcto, neutro, imparcial y sobre todo no mojarse en temas peliagudos. Esto como individuo. Cuando hablamos de la colmena la cosa cambia. Cuando las huestes de aliados idealistas, monolíticos y serviciales mamarrachos de la conjunción ideológica se ponen en marcha no hay vacuna que los pare. El individuo cagón, sosaina e ignorante se convierte en un auténtico hijo de la gran puta, emulador de Gengis Kan y mientras es arropado por otros y por ideas manidas y repetidas hasta la saciedad, más falsas que un penique de goma, y que ensalzan la demagogia a un estado de excitación máximo, arrasa con todo.

La globalización ha hecho que el individuo tenga un poder inimaginable detrás de la realidad, pero tras esa cortina donde nada es verdad, se cuece la monotonía social en la que el más tonto puede liderar un imperio. Y los demás les dejamos.

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