La piel ardía y con cada golpe reafirmaba aquella sensación que creía haber olvidado. Miraba la pared como si en ella pudiese encontrar la fuerza necesaria para soportar el castigo. Las palmas de las manos rebotaban y le costaba mantener el equilibrio, aunque sabía que él no la dejaría caer. Sólo necesitaba concentrarse en el dolor, hacerlo suyo y merecerlo. Siempre había pensado que los castigos tenían algo de inmerecidos y hacía tanto tiempo que no recibía uno que había olvidado lo que se sentía. Cuando el cuero volvió a golpear en su espalda entendió el significado de cada uno de los golpes. A veces hacía alguna pausa que le permitía notar los latidos de la piel enrojecida pero rápidamente se distraía porque sin mucho cuidado, hurgaba en su culo sin ninguna intención de producir placer. Lo hacía porque podía y porque le daba la gana. Ella notaba entonces como sus muslos se humedecían y se ponía de puntillas sin darse cuenta. Luego, los golpes volvían a insistir en el dolor lacerante que se mezclaba con la necesidad.
Hubo una época en la que, si alguien le hubiese planteado hacer algo remotamente parecido, se hubiese levantado y se habría ido no sin antes haber dejado claro su postura y su rechazo. De eso había pasado mucho tiempo, tanto que la mujer que era ya no existía en la habitación. Después de cada herida venía el escozor y el latido intenso y más tarde el pensamiento de lo que era en aquellos momentos. Lloró no por el sufrimiento sino por haber dejado de lado aquella parte de su ser que sólo podría expresar con él. Le abandonó como se abandonó a ella misma y sufrió una eterna travesía por un desierto de deseo frustrado y emociones siempre latentes.
De vez en cuando le escuchaba a la espalda, con la voz suave y delicada. Eso hacía que se perdiese en aquel lugar que él llamaba su elíseo, y se sorprendía de la capacidad de infligir una violencia colosal en su cuerpo y acariciar con la voz aquello que más le gustaba. Los susurros serpenteaban en la piel enrojecida hasta que llegaban a sus oídos y allí, se infiltraban furtivos para colocar los detonadores que hacían estallar su mente. Ella se volvía loca y él se volvía más frío y más eficaz. Cuando se cansaba de ella, después de usarla como le apetecía, la tiraba al suelo y le pisaba la cara congestionada. Ella sentía el suelo frío en la piel herida y un escalofrío de placer sedante recorría su espalda. Entonces abría la boca con un simple gesto de su mano y bebía. Aquella caricia era tan cálida como el sol.
Wednesday