No puedo evitar querer dejar de asociar el bdsm a lo oscuro, sucio, gloomy. Alejarlo del barro, del pozo hediondo en el que sin querer se convierte o en el que queriendo le metemos. Mucho debemos aprender y más aún a encaminar. No por eso hay que abandonar esa imagen, anclada en tiempos que es mejor recordar únicamente. Explotar esa vertiente como una rama más de un árbol antiguo, poderoso y que posee unas raíces que provienen del principio de los tiempos.
Me gusta echar un vistazo a eso, para saber de donde viene. Pero estamos en el siglo XXI, una centuria de innovación pero también de decadencia. No en el estricto sentido que podían darle en Roma. Una decadencia de valores. Porque sí, en el bdsm hay valores y valores muy bien estructurados y hechos y determinados para un bien muy concreto. Deseo con firmeza acariciar tus mejillas sonrosadas, tus brazos atados a la espalda, recorrer los pliegues de tu piel en composición artística en un entorno donde la luz solo potencie tu hermosura. Alejarlo de la oscuridad y repudiando esos rincones depravados de nuestra mente para elevarlo a un altar de suficiencia.
Te sientes incomprendida cuando intentas explicar lo que eres, lo que deseas, lo que te mueve. Te sientes desplazada porque lo que para ti es real, lo que para ti es lo esencial, a los demás les extraña cuanto menos y les repudia cuanto más. Te sientes aislada porque nadie puede comprenderte, porque nadie puede hacerte sentir lo que mis manos hacen con un solo roce. Sientes entonces que cuando otros te acarician con suavidad sientes dolor, profundo, interior, despreciable.
Y recuerdas la estancia blanca, pura, y los golpes dolorosos que por fin te hacen sentir bien, te llenan de felicidad. Comparas entonces las caricias y mis manos y lloras por poder sentirlas una vez más. Porque mis golpes son las verdaderas caricias.