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Los meses se iban agolpando en su calendario y veía crecer ese sentimiento sádico que le transformaba y le iba consumiendo poco a poco. Esos ojos furiosos que había visto una vez pero jamás había sentido en su piel. Esa furia. Se estremeció al imaginarlo y revivirlo, la mezcla de deseo irrefrenable y terror incontestable giraba a su alrededor y sentía como se acercaba. En ropa interior esperaba paciente, con las manos frías por las ganas y la incertidumbre, rozando con las yemas de los dedos la suavidad de su piel hidratada. Cuando entró no supo que pensar, se le notaba calmado y algo ausente. El roce de su ropa al moverse casi era imperceptible o quizá era la sugestión en la que ya se había sumido para aceptar con mejor disposición el metal clavándose lentamente en ella. Sea como fuere, se revolvió en el sillón, se levantó y se arrodilló despacio hasta que con su mirada agachada observó los cordones de sus botas. Con un gesto de la mano le ordenó que se levantase y por primera vez se vio erguida sobre su señor, arrodillado ante ella y disponiendo de su muslo como era su deseo, el de ambos. Ella llevaba tanto tiempo con aquel deseo que por fin lo vio recompensado.

El metal se adaptó al contorno de su muslo, las finas puntas solo se clavaron ligeramente y eso le proporcionó un inmenso placer. Le ordenó que pusiera una rodilla en tierra, dejando el muslo a su merced. Entonces comprendió el sentido de la tortura como nunca antes lo había hecho. Mientras apretaba y aseguraba el cilicio, él no dejaba de mirar a sus ojos, directamente, quemaban como el hielo mientras apretaba, mientras observaba como los dientes se clavaban en el labio provocando sangre, como los gritos nacían del interior de sus entrañas y escalaban para llenar los pulmones para terminar golpeando el esmalte de sus dientes. Resopló con fuerza y él ni se inmutó. El hielo se transformó en ardiente lava cuando apretó los dientes y el mentón se cuadriculó, esperanzado en escuchar los gritos de dolor. Sin embargo solo percibieron lágrimas. Las muescas se clavaron por completo, provocando un ruido de desgarro de la piel y las primeras gota de sangre, como las del rocío, perlaron el acero brillante. Entonces se separó, sin dejar de mirar fijamente sus ojos, sin apartar ese deseo de su cara y dio un paso atrás. No hizo nada más hasta que ella, atosigada por el creciente dolor, le pidió que aflojase un poco. El golpe certero con la mano abierta no le sorprendió. Aturdida pidió perdón, sabía que era ella la que había estado tanto tiempo deseando aquello y él, le había advertido de lo que supondría y aún así, insistía.

Lo vio aquella vez, cuando su ira, completamente fuera de control, en apariencia, moldeó el cuerpo desnudo y poderoso al principio y frágil al final, como el sudor de su frente goteaba mientras de manera precisa ejercía de maestro de ceremonias del dolor sobre aquella mujer. Tuvo miedo siempre de no poder estar a la altura. Muchas veces lo pensó y con la boca pequeña lo intentó pero él siempre frenaba, sabiendo que era incapaz de aguantar aquello. Hasta que venció esa barrera y sopesó lo ganado y entonces quiso. Él sin embargo le dio más tiempo. Hoy ese tiempo se había acabado y en cambio deseaba que el tiempo del dolor, mientras el metal atravesaba la piel y se asentaba dentro de ella terminase. Fueron noventa minutos interminables, de lágrimas y sollozos suaves, de peticiones de clemencia y de observar como la sangre teñía su muslo. Entonces terminó una tortura y comenzó otra.

No imaginaba como el alivio al quitarle el cilicio se convertiría en añoranza. Quería volver a sentir aquello mientras le miraba, entregada y él orgulloso apretase aún más fuerte. La piel latía y con ella, la sangre hermosamente roja. Vio como él limpiaba la carne y con un dedo lamía la sangre. No era la primera vez y no sería la última. Se vio preparada para el siguiente paso sin embargo él, con una sonrisa, le dijo, no intentes ser más rápida que el tiempo.

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