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Era suerte, quizá. Cuando la piel se despegaba de los restos de resina y de corteza se mantenían clavados. Tardó casi una hora en conseguir que abrazase a aquel tronco inmenso, con las piernas separadas y algo flexionadas y los brazos en un ligero ángulo por encima de sus hombros. Las muñecas, casi inmóviles y apretadas por nudos toscos por el grosor de la cuerda, mostraban heridas incipientes por las rugosidades clavadas en la piel. Sin embargo él sabía que llovería cuando terminó de amarrarla. La lluvia implacable refrescó el cálido verano de aquel año y el bosque filtró el deseo que ambos tenían canalizando hasta aquel árbol. El vientre desnudo era rasgado por una herida antigua que el tronco consiguió reducir a una mera cicatriz y bajo ella la hiedra, trepando entre la base y sus piernas abiertas. El agua había refrescado el ambiente y su cuerpo y mientras, resbalaba por las rozaduras apretaba los dientes.

El silencio solo se rompía por el gorjeo de algún pájaro y las ramas secas que crujían ante las pisadas que sonaban tras de sí. Le rondaba como un animal salvaje pero sereno. ella intentaba mover la cabeza para mirarle pero le era imposible. Había hecho bien el trabajo. Solo podía mirar a la derecha, y la maleza y una infinidad de árboles lo llenaba todo. La respiración se alejaba y se acercaba, notaba las diminutas gotas de saliva que el aliento depositaba sobre sus hombros, anhelando el miedo del desconocimiento, de no saber que sucedería, de sentirse perdida en aquel lugar, abandonada incluso en su presencia. Imaginando las alimañas a su alrededor olisqueando su carne y hundiendo el hocico entre sus piernas y la humedad comenzó a empapar la corteza.

El silencio de nuevo lo convirtió todo en almíbar, dulzor de esos frutos del bosque amargos, silencio que solo fue cortado por el grito desgarrador posterior al chasquido del látigo sobre la carne. Clavó entonces la cara contra el tronco, desollándose el pómulo. Oyó de nuevo el crujido de las ramas un poco más cerca y sus manos apresando su cara con la piel levantada. Le introdujo un palo lleno de musgo y le ordenó que lo mordiese. Entendió de inmediato que aquello había dejado de ser un juego divertido y temeroso. Unos pasos atrás, alejándose de ella y acercando el dolor. Un latigazo tras otro, hasta trece. Después llegó lo peor. Apretó aún más las cuerdas y su cuerpo quedó completamente inmóvil. La esponja dejó chorrear un líquido que masacró las heridas, sintiendo como la efervescencia del medicamento aceleraba el proceso de cicatrización mientras con la otra mano limpiaba los restos. Al tiempo soplaba para intentar aliviar mínimamente el dolor. Luego una tela húmeda cubrió la espalda y él cortó las cuerdas. Recogió su cuerpo entre los brazos y la sacó del bosque que aún estaba iluminado.

Eres mi ángel de la guarda le dijo, pero desconocías que tenías alas. Hoy, podrás sentirlas en tu espalda para toda la eternidad y volarás allá donde quieras. Solo había que quitar la corteza que sobraba.

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Wednesday

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