Aquellos primeros comienzos, los albores llenos de redundantes efectismos, habían quedado muy lejos. Las ganas de sorprender habían cambiado tanto que ahora parecían una quimera. No lo eran, sin embargo. Sonreía al recordar como aquella fase de pin up traviesa, peleaba con su inmisericorde talante, despedazando primero la ropa y repintando su cara a base de hostias y estrangulamientos que sonrojaban mejillas e hinchaban los ojos. Esperaba con ansia el brote de las lágrimas negras de sus ojos para luego, con los pulgares, pintar sin mucho sentido la cara. Al final, el guiñapo en el que se había transformado a través de sus manos, contentaba a ambos. A él por ver su preciosa posesión entre gemidos de placer y dolor arrastrarse por el suelo y a ella, por sentir la transformación tan inmediata de su cuerpo perfectamente vestido y maquillado, en el desorden absoluto impregnado de flujo, semen, saliva y sangre.

Cuanto más tiempo dedicaba a arreglarse, a ponerse impecable para él, más disfrutaba de la violencia con la que era recibida. Arrastrada por el suelo, sintiendo el resquebrajar de la tela y comprobar como el perfume dulzón que impregnaba su piel se empezaba a mezclar con la aspereza de las cuerdas o el aliento sanguinolento que aquellos labios y los ya transformados dientes, depositaba en su garganta. Se quedaba sin aire en un abrir y cerrar de ojos, el maquillaje se deshacía en la piel mientras la carne era amasada y apaleada, y ella, en otro mundo, el que se iba fabricando poco a poco con la experiencia y los recuerdos, disfrutando de esa felicidad tan extraña y tan difícil de compartir con otros. Tenía miedo a la incomprensión mucho más que a las hendiduras que él le provocaba en la carne para dejar las semillas del plácido dolor.

Después flotaba, en el hedor del desprecio, de la ignominia y la humillación. Notando como las palabras hirientes le hacían temblar las piernas y los pechos. La entrada del dolor, le decía en susurros guturales mientras torturaba sin piedad ni descanso los, en otros momentos pezones sonrosados. Sabía que durante días le dolería tanto que su cara formaría una mueca imprecisa de dolor y sonrisa. Casi la misma que se le dibujaba cuando no podía siquiera sentarse. Ese dolor, ese placer. Luego, mientras estaba suspendida y amordazaba, las agujas dibujaban alrededor de los pezones un maravilloso sistema planetario con las gotas girando despacio, haciendo círculos atraídas por la gravedad de los senos amoratados. ¿Y para qué?

Inventaba juegos macabros donde los golpes de la vara en los tobillos, que llevaban horas aguantando unos tacones imposibles, le transmitían una electricidad embriagadora que subía por sus caderas y explotaban en la columna, avisando de que la rendición estaba cerca. entonces él soportaba el peso del cuerpo tirando del pelo, dejando un pequeño resquicio, un aliento que se antojaba breve pero que era suficiente para empezar de nuevo. Las lágrimas y la clemencia de poco servían. Como mucho tiempo antes había comprobado, la presteza y la bravura, la rebeldía y el por mis cojones, obtenían mejores resultados. Y ahí que iba, mordiendo con fuerza el bocado o la mordaza. la bola, el palo, la fusta o sus hombros. Ella aguantaba, por mis cojones, le decía con voz temblorosa cerca del oído. Luego el orgasmo, el del placer promovido por el dolor y la presión, por la valentía y el poder. El orgasmo de dejarse llevar.

Le besó en los labios mientras le acariciaba la barba, dejándole el perfume fresco de los dedos entre la maraña y las canas. Le enseñó el rojo mate y la sonrisa. El valor de lo que llevaba puesto era insignificante en comparación con el valor de lo que obtenía al levantarse del suelo. Se arrodilló y sonrió por dentro. Total, todo lo que llevaba no era más que un efectismo que no servía nada más que para llegar al fondo de la cuestión.

 

Wednesday