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Se instauró en una torre, tan alta como su imaginación pudo construir, rodeado tan solo de aquello que necesitaba, incluyendo aquellos cabellos lacios y dorados que se mecían como las gódolas por ese oleaje superficial en la que a veces la pasión se disfrazaba. Allí no hacía falta nada más. El sol iluminaba todo, y lo hacía tan bien que el mal no podía asomarse ni siquiera por los rincones más oscuros que aún así, brillaban como mil estrellas. La felicidad hacía la ronda de mañana, deteniéndose en el lecho para observar como su trabajo daba los frutos que cualquiera hubiese soñado y deseado. Siempre se permitía la licencia de soplar el flequillo de ella y revolver el ensortijado pelo de él. Una licencia que motivaba que ambos se despertasen, a veces sonriendo, pero siempre plenos. Era entonces cuando la brisa húmeda y fresca de la mañana entraba entre fanfárrias y destapaba las sábanas con una ligereza sublime, haciendo que sus pieles se estremecieran y se acomodasen el uno junto al otro. Ella comprobando como la protección de sus brazos y el calor de su cuerpo recorfortaban cada instante y como los dedos despertaban aquella ligera desazón de lo acontecido por la noche. Espasmos dolorosos que se hacían deliciosos cada mañana. Él, disfrutando de la profundidad cada vez mayor de aquella mirada entregada, y de esa piel horadada por las cicatrices de la vida que le estaba otorgando.

Casi sin hablar se contaban historias de amor, casi sin reir, las carcajadas se oían en los confines del mundo. Casi sin respirar, movían el aire que cada ser vivo respiraría ese día. El suelo estaba frío, como siempre y los pies descalzos trazaban un baile cómico hasta que se asentaban y entendían que aquella frialdad, era como el entorno recibía sus deseos y sus inclinaciones. Nada que cada día no supiesen resolver aunque cada vez fuese más trabajoso. Por eso cada día, y sin darse cuenta, aquella torre seguía elevándose, creyendo que quizá buscasen un lugar aún más luminoso donde poder sentirse plenos. Sin embargo a ella le entraban dudas de que aquello fuese real, de que en el fondo de su yo, ese viaje no fuese un destino agradable aunque el camino a ella si se lo pareciese. Eran dos distintas maneras de ver una misma cosa. Ella, a cambio, y entregada a la seguirdad de su compañero, avanzaba sin atisbo de duda en sus pasos, no así en sus pensamientos.

El día transcurría entre nubarrones y chubascos  que en momentos eran de una virulencia insoportable, pero entonces él aparecía, como el aliento de los sueños más eróticos para sacarle de aquella marejada. Volvía a sentirse bien y arropada porque siempre estaba allí, casi como un heróe de capa que conseguía envolver todo lo bueno para protegerle de lo malo. Sin embargo, ¿por qué a veces dudaba? Eran pensamientos efímeros pero persistentes. Desaparecían siempre al llegar la noche, en el ocaso, cuando la luz radiante de la felicidad dejaba paso a la oscuridad más perversa del deseo, cuando las esquinas romas del morbo hacían sonar los resortes de las cadenas frías que elevaban su tensión sexual y su pasión hasta lugares que nadie había observado jamás. Eran esos momentos, cuando los ojos negros se introducían en la claridad de los de ella, límpios y perfectos pero también insondables, y al mismo tiempo que cada día la torre se elevaba, esa profundidad aumentaba de manera proporcional. Le costaba tanto salir de ella que muchas veces se asustaba por quedarse atrapado dentro e intuyó que pronto sucedería.

Los gritos le hicieron volver en sí, la sangre, espesa, manchaba sus labios, el metal recorría su garganta para descubrir que no habría fondo en aquellos ojos. Contrariado por aquello lo único que sintió fue paz. Sorprendido dio un paso atrás, tomó impulso y se dejó caer.

Al despertar, él estaba solo. Ella había desaparecido, aunque quizá nunca había estado allí. Sin embargo sus manos recordaban cada centímetro de su piel, cada marca realizada, la profundidad de las heridas. Entonces se dio cuenta al sentir un vació insondable, casi tan profundo como aquellos ojos. Se llevó su alma, se llevó todo lo que él era y lo que le había dado y por eso, aún yaciendo asolado y solitario, sonrió. Por fín tenía un motivo  por el que seguir adelante. En ese momento comenzó la búsqueda de la profundidad insondable de su dominación.

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