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Lo fue posponiendo, y sabía que lo hacía a propósito. Apretó los dientes a la mordaza, anticipando el golpe pero sin saber cuándo llegaría. Tras ella, el aire se enfriaba y solo el siseo de aquella madera fina agitándose lograba calentar su piel sin haberla tocado. Aún. El primero estalló, implacable, certero y desmesurado, como todo lo que él hacía. Cualquier gesto acallaba en ruido de fondo y centraba su atención en sus labios. Esa capacidad de hipnotizar no solo la tenía con ella. Con el tiempo se dio cuenta de que sin hacer nada, podía tener todo. Él lo sabía, pero tampoco le daba importancia y no explotaba aquella cualidad. Eso le agradaba, sin embargo, la furia ya no era contenida como al principio y se exponía cada vez a un dolor mayor. Aquella vez, nada placentero, el castigo se impuso como una losa entre sus brazos ante el desplante público que le hizo.

Pidió perdón, rogó incluso entre lágrimas que fue sin querer, que jamás hubiese tenido la intención de decir aquello y mucho menos ante gente que para él era desconocida. Aceptó acompañarla y ella le maltrató en público. Él en cambio, no hizo ningún gesto, mantuvo aquella sonrisa de medio lado que era suficiente para que se cagase de miedo. Y así, nadie se dio cuenta de la afrenta, excepto ellos.

El primero cayó sin avisar, brutal, salvaje y rabioso. Imaginaba su cara, envuelto en la furibunda necesidad de castigar y aliviar el desasosiego y el fraude interior. Los dientes apretados, la sangre regando los campos blancos que rodeaban el iris, el sudor goteando de su frente. Y así mientras iban cayendo uno tras otro los fue contando. Los pinchazos que la piel golpeada, purpúrea y trémula por el choque de la carne y la piel despegándose por la fuerza de la madera. Dejó de pensar en su cara y se centró en las lágrimas que recorrían la cara, al principio por el dolor y luego por el fracaso, por el estrépito de su falta, sonando como los ecos nocturnos de las pesadillas que se repiten, una y otra vez.

A través de la mordaza intentaba pedir perdón, pero solo resonaba en su cabeza una y otra vez. Deseaba que le soltase la correa para desde lo más profundo de su corazón entendiese que lo hacía con sinceridad, y como por arte de magia, él escuchaba sus pensamientos porque conocía las lágrimas, cuando eran rosas y cuando eran negras. Y entre golpe y golpe su voz encendía el infierno pero no con bravatas ni desplantes, ni con jamases o nuncas. Solo escuchaba “Recuerda que eres mía” y la voz, silbada entre dientes se introducía entre los huesos, rompiendo cada fibra y tensando todos los músculos. Seguía escuchando sus gritos interiores y sus gemidos de dolor, agudos y amortiguados por aquella bola que ella misma se había puesto aquella noche, “Tú te entregaste, tú te ofreciste y yo te di”.

¿Por qué seguía golpeando? ¿Por qué mantenía aquel frenético ritmo de castigo? “Porque hay lecciones que jamás se deben olvidar y siempre, se paga”

 

Wednesday

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