La pared estaba fría y desde las yemas de sus dedos se transmitía al resto de su cuerpo. El metal que la recubría parecía haber estado expuesto a un gélido viento que en comparación con las palabras abrasaba su piel. Entre sus muñecas, una barra metálica, pesada y negra, evitaba cualquier movimiento de sus brazos. Arriba o abajo era algo impensable, prohibido. Las manos intentaban reposar en el helado metal pero de vez en cuando ahuecaba las palmas intentado buscar algo de calor. Era imposible. Los tobillos, atados con fuerza, hacían que sus rodillas chocasen entre sí, en una fricción molesta. Los pies juntos, unidos por unas esposas de dedo que mantenían los dedos gordos, de uñas cuidadas y decoradas en un color turquesa intenso, impedían cualquier tipo de movimientos. Antes de todo aquello, le había quitado los tacones y mientras sujetaba cada parte de su cuerpo hizo que elevase los pies, de puntillas le dijo, como si flotases. Así lo hizo y después de unos segundos escucho un: puedes bajarlo, que sonó a orden certera. Cuando lo hizo, el arco de sus plantas reposó en unos cilindros metálicos que le permitían quedarse de puntillas. Sintió un azote cariñoso en su trasero y sonrió.

Cada vez tenía el pelo más largo, sabía que le entusiasmaba. A veces se lo teñía de negro para que le viese más fiera, otras de rojo para retarle desde su femineidad felina. Otras en cambio, aparecía con pelucas, gabardinas, sin ropa interior, con el coño empapado y las piernas chorreando desde que salía de casa. Eso, a él le entusiasmaba, pero luego la transformación era devorada por su ansia de poseer su cuerpo y su mente cada vez más, cada vez un poco más que la anterior. Sintió como le agitaba el pelo desde la nuca hasta las puntas que en aquel momento rozaban la parte superior de su trasero. Le gustaba esa sensación y por eso levantó ligeramente el culo. No te muevas, escuchó y bajo el culo tan rápido como lo había subido. Ató una cinta negra a su pelo y ésta a su vez a una cuerda oscura. Tiró de ella hasta pasarla por una argolla situada en el techo. Después bajó la cuerda y su cuerpo empezó a cimbrear tirado por la tensión de la cuerda sobre la cinta y de la cinta sobre su pelo. Ahora, el reposo de sus pies ya no le pareció tan cómodo porque solo lo rozaba pero no podía dejar caer su peso sobre ellos. Al mismo tiempo, su culo respingó por la tensión. Ahora si, dijo él satisfecho.

El azote posterior no tuvo nada de cariñoso y le hizo apoyar el peso de su cuerpo sobre la pared fría. Sus nalgas temblaron unos segundos tras ese primer golpe. Después llegaron otros y otros, de distintas intensidades, con las manos ahuecadas, con las palmas firmes, con el reverso de la mano, solo con los dedos. Cuando su piel ardía, sintió la suave caricia de sus manos. Esa calidez, esa vuelta a la tranquilidad después de haberle hecho llegar al borde del precipicio. Cuando el sol estaba saliendo de nuevo, la paleta restalló en su piel, y tras ese golpe, otros tantos. Se mordía los labios, la saliva era incontenida y empezaba a escaparse de su boca en una evasión incontrolada. Los gemidos se convirtieron en gritos y los gritos en gemidos, un bucle maravilloso. De nuevo el reposo, la paz de la orilla y el suave balanceo de las olas y su espuma derrotada. Cuando su respiración empezaba a regularse, la fusta castigó la misma zona que antes había sido desollada por la paleta y las manos. Esta vez el dolor era más intenso, más punzante y las primeras gotas escarlatas brotaron de su piel enrojecida. Entonces él paró y lamió la sangre, con pausa, como si estuviese en un recreo eterno de placer mientras cerraba los ojos.

Ella deseaba más pero callaba. Sabía que no le había puesto la mordaza por ello, esperando su petición, el ruego previo al castigo, así que calló, cerró la puta boca como le dijo la última vez y al recordarlo su sexo se estremeció. Entonces sintió como entraba en su coño empapado y en cada brutal embestida levantaba su ligero cuerpo del suelo para caer instantes después sobre la punta de sus pies. Las manos pegadas a la pared, las muñecas marcadas por los cierres de cuero de la barra metálica, su pelo, tan tenso como una cuerda de níquel en una Les Paul. Y detrás sus gruñidos, lo animal que ella sabía solo podría sacar en situaciones así. Esos gruñidos eran tan poderosos que le hacían caer por un barranco de pasión y desenfreno que solo se materializaba cuando sentía su coño inundado del calor de su elixir. Después, el reposaba sobre su espalda, dejando caer su enorme cuerpo y usando el suyo como un santuario de calor, humedad, dolor y placer.

Y con su cuerpo desfallecido en su espalda y dentro de ella, no recordaba ningún día donde su tacto no hubiera aprendido nada, no recordaba ningún momento donde el dolor no hubiese sido precedido de placer y después recibido el cuidado y el mimo de quién expresaba su amor con tanta violencia. Al sentir el semen escurrirse de su coño hacia sus muslos, sintió los espasmos del orgasmo y se corrió. La pared antes helada ahora era puro ardor y ella, lloró como siempre.