¿Cuántos tipos diferentes de pánico podría haber? ¿Acaso no siempre era el mismo, aunque la piel se vistiera de miles de maneras diferentes? Lo que tenía claro es que, aunque había pasado mucho miedo, por el dolor, por la incomprensión, por el desconocimiento o por las burlas ajenas, se enfrentaba ahora a una sensación que antes no había tenido. Había llegado hasta el final en esa carrera que uno comienza desde la ingenuidad y la falta de perspectiva que te da la juventud. Con ese ímpetu que no solo se presupone, se obliga a tener para así no sentirse atropellada por otros y otras como ella. La juventud te hace hacer demasiadas estupideces, pero todas ellas forjan tu verdadera realidad. Para bien o para mal.
En todas las ocasiones el miedo venía precedido por ese deseo feroz de volcarse y darlo todo, sin cortapisas. Algunas de aquellas veces se encontraron con que el miedo era genuino y real. Tan real que dejó marcas indelebles en lo más profundo de su ser. Peaje propio de la inexperiencia y la locura juvenil. A veces eso frenaba ciertos impulsos, ciertas querencias hacia hombres que no sólo querían poseerla. Se alejaba, pero el miedo no desaparecía. Pasó mucho tiempo y por muchas manos que todavía notaba en su cuerpo hasta que en su vida se instauró algo inaudito. Por vez primera sintió la adoración a alguien, el respeto, el amor y por último el miedo. Un miedo tan frío que dejaba su piel lívida, amoratada sin siquiera haber sido usada. Pero aquel miedo, al contrario que el que había experimentado anteriormente le permitía estar centrada en lo importante, focalizada en lo necesario, en las palabras certeras y los golpes intensos. Se quedaba sin respiración y sin lágrimas mientras ese miedo que parecía atenazarle los músculos se iba convirtiendo en una paz desmesurada. Así fue durante mucho tiempo hasta que la violencia acabó. Durante unos instantes, cuando realmente lo pensaba, agradecía poder descansar de aquella montaña rusa que dejaba su mente y su cuerpo agotado. Luego, se abría en su mente una puerta que siempre había estado cerrada.
Si ya no hay violencia, ¿qué me queda?
Él había observado con paciencia y determinación como ella se esforzaba en parecer inmune a aquellas emociones y se refugiaba en la escritura, en aquella libreta de cuero gruesa y desgastada en la que deslizaba la tinta convirtiéndola en miedos y locuras. Escondía de la manera más respetuosa posible lo que ella notaba como un fracaso porque ante ella se había levantado el sentimiento más atroz que pudo sentir. Sin esto, ya no le queda nada. Aquella reflexión plasmada en el papel se convirtió en un suave sonido que salió de su boca. Se maldijo por hacerlo al darse cuenta de que él estaba observando, cerró la libreta y sintió la necesidad de llorar. Se recompuso un poco pero no pudo evitar que algunas lágrimas recorrieran su rostro.
“Te estoy mirando y después de escucharte y observarte durante estos días pudo darte algunas razones para que aquello que te atormenta sea sólo una molesta niebla que no te deja ver con todo su esplendor lo que tienes. Después de la violencia, como la del mar contra las rocas, lo que queda es una costa moldeada al antojo del océano, cada recoveco en las rocas, cada playa, cada acantilado está forjado por la fuerza del agua y tanto una como la otra se amoldan a la perfección. Si la violencia del mar fuese constante y permanentemente, la costa sería siempre cambiante y desaparecerían partes indispensables para que el conjunto de todo sea maravilloso. Yo no soy el mar ni tu eres la costa. Tú eres mía y por ende yo soy tuyo. Después de la violencia está el roce cálido, la presión justa, el beso intenso, el olor del cabello. enredarte en mi barba, tumbarte junto a mis pies, respirar nuestras carcajadas y quizá, sólo quizá algún día poder observar alguna tormenta frenética cerca de nosotros para poder recordar la fiereza del viento y las gotas cortantes en la cara.
Después de la violencia siempre estaremos nosotros”.
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