Erramos, aunque no queramos, no somos infalibles. Podemos poner todo de nuestra parte, la dedicación y el esfuerzo, la pasión y el sentido común y aun así, equivocarnos. Como si de un ataque por sorpresa se tratase, la piel se eriza, no con los actos sino con los pensamientos, los deseos inequívocos de que algo no ha funcionado y aunque intentemos repararlo o quizá buscar el origen de nuestro error, al final el castillo de naipes se derrumba. Jugar a hacer encajes de bolillos, a trapecista sin red por mucha práctica que se tenga no siempre es acertado. Incluso en los momentos más tranquilos, los de mayor paz, el alambre tiembla, el trapecio se balancea con cierto descontrol.
La suerte juega un papel importante, esa suerte de haber tenido la inteligencia de elegir medianamente bien, esa suerte de no haber metido el hocico en un nido de avispas, que cabreadas, atacan sin piedad con chantajes y mala baba. A veces esa suerte está y ves que elegiste de manera correcta. Otras en cambio, y por muy buen olfato que tengas, deriva en un apocalipsis de tres pares de cojones. Cuando el dominante se encuentra con una sumisa desatada, resentida, agresiva, completamente desquiciada. No siempre es por haber elegido mal o por haber enseñado incorrectamente. Simplemente pasa.
Entonces solo hay dos caminos, plegarse y asumir que tu poder no era nada más que un artificio, un ornamento que cubría una arcilla informe y pesarosa o plantar cara demostrando lo que uno es. Una amenaza supone un enfrentamiento, cara a cara en el que no puedes perder. En una batalla se pierden muchas cosas, bienes materiales, hombres, mujeres, niños…pero jamás puede perderse el orgullo de ser lo que eres. El chantaje emocional debe ser aplastado, porque nadie puede ni debe doblegarte. Entonces, cuando eso se haya producido, la deuda deberá ser pagada.
Pagas con tu destierro, porque si no sabes cuidar del dominante que está a tu lado, no mereces estar con ningún otro, nunca.