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Daba igual que fuese primavera u otoño. Observaba el termo como cada día, lleno como de costumbre con ese café fuerte y humeante. Después recordó el ventanal y el cuerpo hermoso suspendido, a Sylvie, sonriendo, siempre sonriendo y su amo, opuesto a su jefe en apariencia y gestos pero sorprendentemente, mucho más poderoso. Las hojas en primavera no dejan ver las ramas pero ahí están, vestidas de tonalidades verdes y frescas, mecidas por el viento y mojadas por el rocío. En invierno, solo se ven partiendo del tronco, dividiéndose, perdiendo fuerza y ganando flexibilidad. Su jefe era la primavera y aquella mujer suspendida sus hojas.

La vida dispuso sin avisar esa necesidad de encontrar a quién entregarse, imaginando que esa era la única manera de sentirse completa. Durante tanto tiempo, en una deriva insoportable, comprobaba una y otra vez que ese alguien quizá nunca llegaría, sintiendo aun así que el deseo de buscar no podría desfallecer. Se tomó descansos emocionales, algunos prolongados pero ninguno hizo que esa sensación de necesidad remitiese. Como era de esperar las cuestiones y las dudas asaltaban día si y día también su integridad de sumisa. ¿Era verdaderamente una de ellas? Y si lo era, ¿era buena?

Cada respuesta le llevaba al desasosiego permanente, el de saber que en el fondo de sus entrañas se sentía sumisa pero, al no conseguir sus objetivos, caía irremediablemente en el pozo de la mala praxis. Desde hacía mucho se propuso no someterse a cualquiera y solo hacerlo a aquel que mereciese su entrega. Parecía fácil. No lo fue y se dio cuenta de que no lo sería jamás.

Sin embargo, aquel termo, aquella cena con Sylvie y su dueño, cómo él le habló de su regalo, de ella, para él, despertó algo que nunca había pensado y que posiblemente antes le hubiera puesto mal cuerpo y por supuesto hubiese rechazado por completo. Sylvie tenía la necesidad de entregarse y complacer, de ser la luz de él, lo irradiaba en cada poro de su piel y se estremeció al recordar sus cuerpos enlazados mientras él ordenaba y sometía.

Pero ella quería abrazar el árbol, sintiendo como la corriente iba en su contra, sabiendo de antemano que el fin de una sumisa es tener amo, amo para entregarse a él. Pero ¿de verdad eso es necesario? El simple hecho de la duda no mitigaba su sentimiento de sumisión, sin embargo ella se sentía plenamente satisfecha preparando el termo sin que con ello hubiese un lazo de unión. Y sobre todo, saberse Meiko en él y en ella, siendo parte pero no un todo, encontrando quizá y por primera vez su sitio dentro de ella misma y no hacia otro.

Quizá ese fue el error desde el principio. Un error establecido en normas y decretos y no en individuos y sentimientos. Aquel árbol en primavera y en invierno, tan distinto entre sí, era el mismo y cuando lo abrazaba, se sentía por vez primera, completa.

 

Wednesday

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