El sol caía a plomo y la sombra se escabullía por los callejones más profundos. En aquella pequeña plaza, escondida del bullicio y rodeada de jardines había un pequeño banco de piedra tapizado por la sombra escurridiza. Sentada, con el pelo suelto, largo y lacio, oscuro y denso, miraba perdida los muros de piedra cubiertos de hiedra. Los recuerdos se mezclaban con la rabia y el enfado y, sin embargo, por mucho que le odiase, no podía dejar de pensar en él.

Al otro lado del muro, en la otra orilla de la vida, el agua bajaba con ligereza chocando con los pies descalzos enfriando poco a poco el deseo. La mirada hacia el muro intentando discernir que había al otro lado, iniciando una conversación que siempre se quedaba en la garganta dando vueltas para volver a meterse en el estómago. Al otro lado sentía el calor, el fogonazo de su sonrisa y su vergüenza.

Estuvo tan cerca de él y de sus demonios que de alguna manera hirieron su carne sin tocarla. Se olvidaba rápido y se distraía aún más rápido si cabe. Quizá esa fuera su maldición, la de no retener lo que deseaba y la de no probar lo que se le ofrecía. Tal vez fuera una fase de su vida, pero aquel muro frente a ella se hacía cada vez más infranqueable. Sabía que él estaba al otro lado, pero de su garganta no salía ruido alguno, hasta que se dio cuenta de que no estaba respirando.

No supo convencerla, no supo cómo llegar a ella sin que el miedo no estuviera presente. Siempre era aquello, o un juego o una desgracia. Momentos en los que la saliva se mezclaba convirtiéndose en hilos de seda que ella saboreaba mientras los ojos, perdidos en algún insondable misterio se blanquean. La pelea constante de los brazos y las piernas mezcladas con las risas y las negativas, el respeto que sorprendentemente sobresalía sobre todo lo demás, retumbaba en las embestidas contra las paredes. Apretaba entonces los puños recordando su fino cuello.

Quizá fuera el tiempo, pensaron ambos, no era el momento, ni las circunstancias, o simplemente fue una coincidencia aquella en la que el fuego que ardía en las entrañas de ella se mezcló con las ascuas que salían de las manos de él. Quizá si alguno de ellos diera el paso de buscar el banco o la orilla, de trepar el muro o enredarse en el follaje que lo cubría volverían a unirse las manos en el cuello y la seda brotar de sus bocas hasta que ella se quedase sin aliento y él cubriese de blanco el pelo suelto, largo y lacio, oscuro y denso.

 

Wednesday