El deseo de volar, inherente al ser humano, se proyectaba desde su infancia. No era diferente a los demás, cada uno lo asumía y lo desarrollaba a su manera. Lo cierto es que solo había una gran diferencia, para los demás, volar era la libertad plena, lo absoluto. Para ella volar era sentirse atrapada por deseo, moviéndose inmóvil, mecida por la indiferencia que proyectaba sobre los demás. Nadie de su entorno lo hubiese comprendido y sin embargo, ella, en el trasfondo de sus expresiones y pensamientos, lo hacía visible. Durante años se sentía absorbida por una piedad de la que pocas veces podía desengancharse. Lo intentaba cada vez, acudía a quién sabía, preguntaba siempre que era posible, pero atrás quedaba siempre esa rama de la que no podía despegar. Entonces bajaba del árbol y clavaba los dedos en la tierra, buscando las raíces de lo que ella sentía como sumisión. Una y otra vez, esperando poder volar, esperando que alguien le indicase el camino, le hiciese desplegar sus alas y por fin, despegar hacia la libertad del sometimiento.

Pero todo ello era algo intangible, todo se hallaba en una neblina de confusión y deseo y a falta de una luz que enseñase el camino, braceaba como una loca intentando disipar el humo grisáceo de su situación. Él apareció como el halcón, desde la altura de su posición, con la velocidad que su plumaje y su cuerpo forjado en las luchas contra el viento más fuerte. Allí estaba, en su rama, posado con una sencillez aplastante y con el peso de mil estatuas. Cuando abrió sus alas sintió el confort y vivió una violencia inusitada, de esa que le quitó el sentido, el aire y el miedo, en la que todos sus pensamientos tomaron sentido, orden y precisión. Cuando abrió los ojos, voló, en un balanceo sencillo pero inmisericorde, libre en su pensamiento y atada en su cuerpo.

No necesitaba hablar aunque tampoco podría haberlo hecho. La mordaza dejaba caer gota a gota la saliva que tanto tiempo había guardado. El arnés presionaba su pecho liberado y las pinzas con los pesos tiraban de ellos hacia el suelo del que tanto tiempo trató de escapar. El dolor se agudizaba, sus brazos inmóviles junto a su cuerpo y sus piernas abiertas en una forma delicadamente forzada. Los gemidos que producía, interminables por la vibración constante y arrebatadora sobre su clítoris y los latigazos en sus nalgas.  Él en cambio, sobrevolaba su cuerpo con sus imponentes manos, girando sobre ella, intentando que el vuelo hacia el placer fuese lo más doloroso posible. Ella sonreía por dentro y lloraba por fuera.

Cuando el metal horadó su ano, los gemidos se cortaron y en sus contracciones, el movimiento comenzó  a ser perfecto, un péndulo sin resistencia movido solo por sus espasmos en cada uno de sus orgasmos, una y otra vez, de manera infinita. Ella era acto y potencia, su propio motor inmóvil aunque supiese perfectamente que su verdadero Dios estaba junto a ella.

Vuela, le susurraba mientras el suelo se llenaba de la lluvia del placer.