Descubrió que lo simple le mantenía feliz. Descubrió que la calma de sus actos, de sus movimientos y de sus palabras le permitían conseguir lo que necesitaba. No hizo falta acogerse al karma, a la meditación o a disciplinas orientales aunque lo intentó sin mucha dedicación. Al final comprendió que solo debía estar rodeado de aquello que deseaba y de hacer aquello que sentía, siempre. Hasta ese momento el camino no fue tortuoso, fue indescriptible. Las certezas y los hechos que siempre dejaba recaer en otros por colaboración o complicidad, terminaron destruyéndolo. Cuando arrancó el motor se sintió reconfortado, comprendía cada ronroneo mecánico, cada explosión, cada temblor. Las cosas en su sitio. El control de lo absoluto se convirtió en el control de los sentidos, imbuyéndose en ellos sin ningún tipo de complicación.

El viaje había sido en balde. El libro no estaba. A cambio se llevó una mirada furtiva, una rebelde y pequeña batalla de guerrillera experta en triunfar en los abiertos campos de batalla. Sin embargo, allí estaba fuera de su terreno y carecía de estrategia. Cuando pasó a su lado comprobó como de puntillas se balanceaba con una ligereza propia del despiste y su pelo castaño, fino, parecía suave. El cuello ladeado le hizo sentir el latigazo previo de la dentellada, notando las venas llamarle a gritos. Apretó los puños a conciencia y pasó junto a su espalda. Era menuda y eso le gustó. Cuando se giró contemplo sus ojos, desafiantes, como los del adolescente que desconoce que no puede ganar la batalla y aún así, se envalentona y saca pecho. Se acercó sonriendo y le preguntó si le conocía de algo para mirarle de aquella manera. Intentó hablar pero no pudo. Se disculpó y se dio la vuelta.

Es el desafío de la mirada lo que muchas veces le había llevado a cometer errores colosales, errores que le supusieron desaparecer, enterrar su vida y todo lo que había conocido para renacer en la sombra de su propio yo. Ahora, ignoraba esas miradas, ignoraba que podría volver a salir victorioso en cada batalla aunque eso supusiese unos gigantescos sacrificios. Pero la verdad, la maldita realidad es que no podía alejarse eternamente de lo que era. Cuando abrió la puerta y se alejó andando, sintió esos ojos de nuevo, ese desafío, ese deseo y cerró los suyos. Analizó todo, absolutamente todo y sus pensamientos ahora caóticos, por un instante desordenados e incontrolables, se organizaron. No volvería a caer en el mismo error y entonces, como desde hacía mucho no sucedía, la misma pregunta recurrente volvió, una cuestión intrascendente, absurda si cabe pensaba, pero, ¿dónde va el amor cuando muere?

Aceleró y recordó sus manos apretando el cuello, y esos ojos castaños iluminaron la escena. Sintió que tenía que volver, sintió que había vuelto y esperaba hacerlo esta vez mejor.