En sus manos, los pinceles resbalaban entre la piel y la pintura. Su aspecto siempre era descuidado según el espejo donde se mirase, pero cuando se veía reflejada en los ojos de él, se sentía hermosa aunque no sabía cual podía ser el motivo. Se limpiaba en la camisa de cuadros que algún día el dejó olvidada y nunca reclamó. Era lo suficientemente grande como para que la libertad de su desnudez jugase bajo la tela. Las piernas, ya tiznadas de colores y de gotas vertidas sin ningún cuidado, habían formado regueros coloridos que llegaban hasta los dedos de sus pies. Iba descalza, algo que había copiado descaradamente de él.
Sentía su mirada, sentado tras ella, en aquel sillón raído y destrozado por la vida, los envites y sus sesiones de sexo descontrolado que aún no había conseguido pintar. Sin embargo, sabía que algún día sacaría tiempo para poder plasmar en el lienzo cada una de las atrocidades que él había hecho en su cuerpo. Era como si ella pintase la luminosidad de su alma y él la oscuridad de la suya en su piel. Era el Demiurgo de sus ideas.
En realidad con cada trazo, observando como la pintura se mezclaba entre sí, las tramas del lienzo formaban un continuo de intensidad que le erizaba la piel. Imaginaba como eran sus dedos los que transitaban por su espalda, con energía y vigor, clavándose entre las costillas como si buscasen algo donde aferrarse para no caer al vacío. Notaba los pezones duros bajo la camisa y sin darse cuenta se puso de puntillas. Le olió cerca, ese olor penetrante de pulcritud y suciedad interna, sexual y lasciva. El tirón de su coleta le sacó un leve gemido y la paleta y el pincel se precipitaron al suelo, manchando sus pies completamente de colores púrpuras, sus favoritos. El mordisco en la garganta congeló el tiempo y el aire.
El cuadro, al que siempre veía en movimiento, extrañamente se paralizó. Los trazos de las pinturas ganaron intensidad, se volvieron robustos porque en realidad eran sus dedos, raptores de sensaciones los que invadían su carne, por dentro y por fuera, con tanta energía que los gemidos morían en su garganta presa de sus fauces. Con las piernas separó las suyas violentamente, le arrancó la camisa y los botones fueron uno a uno cortando el aire y en cualquier dirección. Sintió la libertad de sus pezones como algo maravilloso hasta que algo superior, la presión de sus manos sobre ellos, castigándolos con furia desatada, le hizo gritar de dolor y lujuria. Sintió como estampaba su cara contra el lienzo y con los párpados adivinaba el frescor de la pintura que ya teñía su pelo de color rojo. Entonces se sintió completa cuando él entró. Los tirones de pelo, las bofetadas contra la tela pintada, los mordiscos en la nuca y y en los hombros, los azotes repartidos y los gruñidos acalorados acercándose a sus oídos, se convirtieron en arte.
Pintaron el suelo, las paredes, los cristales de los ventanales, tiznando el vidrio de sangre abstracta, terminaron de destruir el sillón y culminaron en la cama, donde él ató su cuerpo en una extraña forma que le permitió disfrutar durante horas de una tortura maravillosa. Pintó su cuerpo con los pinceles del sexo y el amor más lascivo para terminar yaciendo, juntos, sumergidos en un cuadro de escepticismo permanente.
Buenos días, dijo él. Sonrió y jugó con sus pinceles aún húmedos.