Con ese aire de despistado, trasmitía una firmeza que hacía temblar las copas sobre la mesa. Escondido en unas gafas oscuras y ese de aire de estar allí pero sin estar, se acomodaba en la silla y cruzaba las piernas mientras bebía a sorbos una fría cerveza. La espuma jugueteaba con la barba y con la lengua, hacía que desapareciese con la misma rapidez con la que tragaba. Los vaqueros rotos, las botas y entonces, una sonrisa furtiva, de esas de medio lado, que aparecen cuando menos las esperas y resultan devastadoras. Intentaba averiguar en que estaba pensando. El pelo arremolinado brillaba aún húmedo. El periódico parecía estar de atrezo pero se notaba que leía con dedicación e interés.
Esa imagen una hora antes no era nada especial pero desde ese mismo momento sabía que solo tendría que fijarse un poco y hacerse ver para que él comiese de su mano. Era una experta en el arte de la insinuación. Nadie se le resistía, nadie. Jugaba con los hombres como si fuesen niños en un parque infantil, les daba lo que ella quería y recibía a cambio lo que más deseaba. Se divertía aunque fuese tedioso. Una hora después, pensó en qué se había equivocado con aquel hombre. Cuando tuvo su atención, él ni siquiera se inmutó. Empezó una pequeña batalla de miradas y por primera vez, sintió como le derrotaban. Ni ella misma pensó que eso fuese posible pero sin darse cuenta, empezó a apartar la mirada con una mezcla de incomodidad y de respeto nunca antes sentida. Se recompuso y atacó de nuevo. Su corazón se paró, su mundo se convulsionó cuando escuchó por vez primera un no dirigido a ella. Un no masculino, musitado con una dureza y ternura que le descolocó. Inmediatamente pensó que sería homosexual y lo hizo con un desdén tan desagradable que rápidamente se negó por lo absurdo de la situación.
Volvió a su mesa, herida, enrabietada con sigo misma y guardó silencio durante muchos minutos. Él se levantó y se fue. Cuando quiso pagar, su cuenta estaba cancelada. Volvió a sentirse descolocada. Al día siguiente estaba allí, y los siguientes, también. En esos momentos no hablaron y él, casi no le miraba. Ella en cambio no podía evitrarlo. Tenía la extraña sesación de la curiosidad, no ya por el rechazo sino por los motivos que tendría para haberla rechaczado. Con el tiempo y sin apenas darse cuenta, sus mesas estaban juntas, y aunque no hablasen, ella podía oler su pelo limpio y su barba arremolinada y descuidada, sentir casi el roce de sus vaqueros desgastados y raídos, las camisetas siempre negras y esas gafas oscuras eternas. Así, por vez primera pensó en sus ojos, ocultos hasta ahora. Un peldaño más de necesidad, un escalón más subiendo una escalera que empezaba a parecerle virtualmente inaccesible.
Semanas después compartieron café y alguna conversación quizá intrascendente, quizá relevante, pero ella las confundía, hipnotizada por esa profundidad de sus palabras, anhelando el roce de aquellas manos aparentemente suaves y al mismo tiempo violentas. La cercanía era tal, que a veces le olía sin estar allí, le oía en sus ensoñaciones incluso no conociéndole, ni su nombre ni quién era.
A los seis meses exactamente probó el sabor de su sangre. A los seis meses exáctamente bajó la cabeza como nunca lo había hecho. A los seis meses exactamente su alma se desató y su cuerpo estuvo cubierto de nudos que desollaron su piel deseosa. A los seis meses entendió que no había que forzar nada para obtener lo que uno desea porque él ya sabía lo que quería y no era precisamente a la mujer que, envalentonada por la falsa seguridad de su poder, se acercó buscando lo que ahora le hubiesen parecido migajas. A los seis meses descubrió la pertenencia, la entrega, y conoció al que sería su señor, por el único que se inclina sabiendo que ella sigue estando por encima de los demás. Y aún así era más ella que nunca, manteniendo todo su poder que solo entregaba a él. Y no supo como, ni porqué, solo que la felicidad le llenó por completo. y ya no se lo preguntó más.