Ahí estaba de nuevo, como siempre, cabizbajo y metido, como el naufrago que sabe que el siguiente envite del mar embravecido será engullido por las aguas para siempre, en aquella lectura. La mirada fija, los ojos casi inmóviles, impertérritos, viajando. Ella se tomaba el café como si con ella no fuese nada de lo que acontecía, pero desde hacía días y tras aquella coincidencia inicial, hacía lo posible para encontrarse con él. Se sentía doblegada y forzada en su vida, el trabajo, los amigos, la familia, su propia complacencia. Todo aquello era como una enorme bota, pesada e implacable que hundía su carne en el barro de la vida, casi sin aliento, si posibilidad de escapar ni respirar. No vivía, solo actuaba, por instinto, por costumbre. Entonces le encontró, mezclado en la tinta y el papel, parecía inquebrantable, libre, justo lo opuesto a ella. Miraba su ropa, el desdén de su atuendo, sintiendo que su entorno le importaba bien poco pero finalmente determinaba que no era del todo cierto. Tras aquella fachada había orden, disciplina, concierto y aquello era lo inspirador. Leía rápido, casi mecánicamente, sorbía el café en periodos calculados al segundo, se tocaba la barba imperceptiblemente, con una sensualidad inusitada y nada preparada. La piel tintada, colores ocres en un lado y vivos en otro, gafas.

Sin darse cuenta terminaba sentándose cerca de él, sintiendo que aquellos minutos, escasos en los que tomaba a sorbos el café, significaban el mejor momento de la mañana. Se perdía en si misma y se imaginaba cosas. Cosas que nunca había pensado, porque tenía la necesidad de caer en ese pozo de tranquilidad donde alguien por una vez sintiese y actuase por ella, volar imaginariamente mientras un abrazo poderoso y firme contenía todo su aliento. A veces eso le hacía sonreír, otras tantas llorar, casi a escondidas y en silencio, pero el afán de salir a flote le hacía volver una y otra vez. Se preguntaba que leería, que sentía leyendo aquello por lo que su cuerpo se convertía en una figura relajada y sorprendentemente poderosa. ¿Qué leería?

Se daba cuenta de que en una vida pueden aparecer personas que sin nada más que su presencia, construyen a nuestro alrededor convicciones y destruyen de un plumazo valores y actos tan aferrados a nuestro propio yo que nuestra seguridad en ellos se tambalea hasta derruirlos por completo. Ni siquiera había mirado en sus ojos, ni tan siquiera le había oído. Era una locura no el hecho de lo que le atraía en realidad sino todos los componentes adicionales que hacían de aquello una aventura. Ese día, pensaba en aquello y el tiempo se detuvo cuando no le vio. El aire se solidificó a su alrededor. Se sintió vacía y expuesta, sin posibilidad de respirar, ni de moverse. Se quedó inmóvil junto a la puerta, oliendo, buscando ese aroma a cuero, a polvo, papel y tinta, a suciedad sexual y se sorprendió de este último pensamiento. Entonces, desde la barra le hicieron un gesto y ella se acercó con dificultad, reprimiendo un llanto que no tenía sentido por mucho que intentase racionalizarlo. Cuando llegó a la barra, la camarera deslizó un libro y con voz suave le dijo: “Le han dejado esto esta mañana”

El asombro no le permitió respirar mejor. Vio la cubierta, en blanco, como su contenido excepto por una señal. Lo abrió por la página marcada y un texto manuscrito que decía: “Caer por un pozo de oscuridad eterna solo tiene sentido cuando una cuerda es arrojada para que puedas ver la luz. Ya tienes esa cuerda, aférrate a ella porque ella nunca te soltará”.

Se sentó y bebió el café, pensativa y sorprendentemente, sonriendo.