Se sentía pequeña y frágil a su lado. Siempre pensó que crecería con su ayuda pero desde hacía días se descolgaba de manera microscópica por las lianas de su barba, enmudeciendo ante el bramido de su voz. No recordaba una sensación similar en su vida. Se apostaba bajo su cuello, protegiéndose de la metralla de la insatisfacción, pensando que quizá sería mejor refugiarse en algún otro lugar, alguno que le hiciese parecer un gigante donde ante sus ojos pudiese vislumbrar la esencia de su sumisión, como un campo de trigo en su apogeo dorado. Dejaba sus lágrimas serpentear hasta su pecho pero allí no había barrera para ellas, continuaban su camino sin ser enjugadas. Se sentía descolocada, ella no entendía así la sumisión, ella siempre deseó sentirse protegida en mitad de las tormentas del dolor, aplacada tras los silbidos del látigo, suturada tras los cortes certeros del acero. Sin embargo, su mente divagaba buscando una salida, intentando recuperar la esencia de lo que ella siempre había supuesto era la entrega.

Entonces él miraba fijamente, con ese silencio tan frío que estremecía sus rodillas y lo guardaba para sí. Eso le enrabietaba, ese silencio continuo y despreciable que le hacía sentirse aún peor y le alejaba cada vez un poco más de él para volver a recordar aquellos campos abiertos y dorados, añorando la mies que nunca tuvo pero que sabría conseguiría de una manera o de otra. Y él escribía para sus adentros historias hermosas que alguien cantaría pensó, pero que quizá ella jamás escuchase. Cada vez lo sentía más y más fuerte y los días pasaban y ella se descolgaba más y más de su barba, apoyando casi los pies en sus hombros, sintiendo una extraña liberación que le provocaba nauseas sin saber porqué. Pero el horizonte sin un sentido claro empezó a cerrarse mientras él garabateaba en hojas en blanco, el dorado se oscurecía y el trigo se convertía en cieno y su determinación, cada vez era mayor.

Un día se fue. Lo hizo sin avisar, sin soplar al viento ni una palabra, sin pintar ninguna despedida, tan solo el olor de su piel desapareció de las sabanas. Emprendió un camino largo y cuando miraba atrás le veía, sentado, escribiendo millares de palabras que desconocía mientras se dejaba caer en un torbellino de tumultos e insatisfacciones de manos, otras manos, que operaban en su piel de manera autómata, que disfrutaban de algo que ella anhelaba y no percibía. Uno tras otro abandonaba y buscaba el calor de aquello que siempre deseaba, pero nunca consiguió ver aquellos campos dorados de trigo. A cambio muchas palabras, todas vacías, insultos fatuos, voces intolerantes, golpes muy poco certeros y dolor atribulado que siempre le hacían mirar atrás.

Al final, al volver la cabeza, sucedió y el temor irrevocable apareció. Dejó de verle, dejó de escuchar el sonido de la pluma deslizándose por el papel y la negrura del horizonte se hizo tan patente que entendió que su viaje no tendría un buen fin, el barro frío y sucio anegó su piel y sus deseos y se entregó sin paliativos a la tortura del desprecio. El tiempo consumió su piel pero siempre diferenciaba las marcas de la luz con las de las sombras. Las primeras más dolorosas e irremediablemente más hermosas. Las lágrimas y las sonrisas aparecían al unísono. Cuántas respuestas buscó a su lado y nunca las obtuvo. Cuántas respuestas deseo a preguntas que nunca se pronunciaron. Y entonces lo leyó, de manera sorpresiva y sintió una punzada de dolor y desprecio por ella misma inabarcable. Lo leyó porque leyó aquello que garabateaba, “La pregunta perfecta solo existe cuando te has desprendido de todas las respuestas posibles”.

El susurro de su voz que durante años había añorado acarició tu alma y erizó su piel. Los caminos son largos hasta que uno entiende lo que es y debe descubrirlo por sí mismo. Junto a mí lo tenías todo, menos lo que deseabas tener. Lo buscaste y descubriste que lo que deseabas era lo que abandonaste. Vuelve.

El susurro fue tan desgarrador que el desmayo llegó como un relámpago. Cuando despertó, se sintió pequeña y frágil de nuevo, colgada de las lianas de su barba, contempló de nuevo el inmenso campo dorado y luminoso. A veces, pensó, el sol que más calienta puede ser el más frío para el alma, pero es el tuyo y es el que te posee.