Era un cabrón, sin duda. Sintió el golpe desde la sala contigua mientras ella no sabía como continuar con aquel trabajo, distraída, escandalizada y curiosa. La pared de vez en cuando retumbaba y los gemidos se colaban por debajo de la puerta. Empezaba a tener claro que no tenía escrúpulos ni la delicadeza suficiente como para irse a otro lugar a divertirse. Cuando ella entró en su despacho y cerró la puerta tras de sí no imaginó que aquellos ruidos pudiesen alterarla tanto y se forzaba por no fisgonear aunque su entrepierna clamaba lo contrario. Las embestidas entornaron la puerta y al trasluz observó atónica como la mano enguantada aprisionaba el cuello con tanta fuerza que la congestión en el rostro era atroz. Sintió como un gritito salió de su garganta pero no llegó a más, aplacado por las bofetadas que él propinaba en los pechos de aquella mujer con el rostro desencajado.
La camiseta negra ajustada, a juego con la barba que estaba empapada en la saliva que ella escupía cada vez que era abofeteada, era un reclamo hipnótico que no podía dejar de mirar y sin darse cuenta se apoyó en el marco, dispuesta a presenciar aquel aquelarre violento mientras su coño empezaba a deshacerse y licuarse entre sus piernas. Casi enagenada, los dedos apartaron la tela de las bragas para comprobar como éstos resbalaban entre los labios. El grito dejó paso al gemido febril mientras observaba como aquel hombre arrodillaba a la mujer agarrando su cabello y la arrastraba de él hasta el escritorio donde la colocó boca arriba, dejando la cabeza colgando de uno de los lados.
La polla se convirtió en un estoque que entró en su boca y llegó hasta la garganta. Podía ver como el contorno moldeaba su cuello cuando entraba y como al salir, el aire peleaba contra el vacío que se producía entre los dientes deseosos de apretar. Las embestidas eran tan brutales que el suelo chirriaba al intentar detener las patas de la mesa. Ella no podía gritar, ni siquiera gemir y si lo hubiese hecho, los gruñidos de él lo hubiesen amortiguado. De vez en cuando, las manos enfundadas en aquellos guantes negros de los que no podía apartar la vista, golpeaban el clítoris produciendo una salpicadura sorprendente para ella pero que a él en cambio, le divertía.
Un gruñido final descubrió el semen mezclado con la saliva goteando de la boca al suelo, igual que su flujo hacia empapando el suelo junto a la puerta. Se acomodó la ropa y volvió a su sitio. Cuando salieron, se dieron la mano cono si lo anterior hubiese sido el sueño morboso de ella y él miró al suelo, un charco que la suela de su bota dejo marcado en la moqueta. Sonrío y clavó sus ojos en aquella mujer nueva y aparentemente despistada.
Ahora lo que mojó fue la silla.
La puerta se cerró.