No había ninguna diferencia cuando el camino lo hacía descalza o con zapatos. A veces las pequeñas piedras se clavaban en los talones, pero el frío del suelo era lo que siempre le impedía dar el paso con firmeza. Aun así, le gustaba subir desnuda notando como la carne temblaba a cada paso, como la piel se rozaba y por momentos templaba su espíritu. El tramo principal era recto y ancho, sin pasamanos, y eso le permitía acariciar la pared y tamborilear con los dedos intentando acompasarlos con el ritmo de los pasos. Aquellas diminutas piedras siempre se lo impedían y daba gracias por esos pies tan especiales que tenía y que él aprovechaba cuando se aburría. Era en aquellos momentos, los de su aburrimiento en los que ella disfrutaba como una perra, despegada de su placer y centrada únicamente en el de él, sin presión y sin necesidad de hacer nada. Podía dejar la mente en blanco, ser usada, casi inerte, con todos sus sentidos explotando y las posibilidades de volvían ya infinitas.

Sonreía al recordar como una tarde de verano y por supuesto sin avisar, con el sol calentando su espalda mojada y fría y el borde de la piscina ardiendo, él se acercó silencioso, mascullando algo y gruñendo como un animal. Ella, que disfrutaba del sol y tenía las piernas flexionadas y los pies levantados, notó como agarraba sus tobillos y clavaba los pulgares en el arco de su planta. Le sacó un quejido por la fuerza que utilizó e hizo que los dedos se separaran intentando zafarse de la presión. Luego juntó los pies y se los folló. Fue primario, inesperado y maravilloso. Notó el semen cayendo por sus piernas después de los gruñidos de satisfacción.

Ahora los dedos que presionaban eran sustituidos por aquellas malditas piedras. Le gustaba esperar, sorprendentemente nunca lo había necesitado, siempre esperaban por ella si era necesario, pero había encontrado una inusitada paz al descubrir que estar sentada o de rodillas, tumbada o apoyada en la pared esperándole le proporcionaba un placer cálido. Podría esta toda la vida de aquella manera y llevaba una buena parte haciéndolo, aunque eso a él no le había preocupado porque ni siquiera se había dado cuenta. ¿Cuánto tiempo hay que esperar para darse cuenta de que el camino ya está terminado? ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que la espera no sea un infierno? Luego de aquellas preguntas, la amnesia la invadía al verle sonreír como un hijo de puta, preparado para romperle la piel y la carne con los dientes que enseñaba en contadas ocasiones. Ese era su poder, ese era uno de sus poderes. Cada gesto, cada susurro o mirada, la sonrisa. No necesitaba hablar mucho para que se le mojasen las bragas, pero cuando hablaba todo en ella ardía. También sabía que a él le pasaba lo mismo. Ella jugaba de la misma manera, insinuaba esto o aquello, enseñaba ligeramente su nuca o se mordía el labio. Había aprendido bien a ser suya y eso eran palabras mayores. Ambos habían hecho un vació a lo que había alrededor, al ruido constante que reclamaban atenciones, a préstamos carnales que ya no les complacía porque tenían lo que necesitaban. Tenía una escalera que subir y él un ático de perversión.

Cada vez que llegaba al final de la escalera, a ese último escalón siempre le preguntaba lo mismo. ¿Es este el último? Y siempre obtenía la misma respuesta: “Por muy larga que sea la escalera, por numerosos que sean los escalones, el más importante es el primero y no el último. Si das ese primer paso es porque no necesitas pensar en el final”.
Allí estaba, esperando, sentado, mirando sus pies dañados. Sonrió y ella también.

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