La sensación de poder es difícil de explicar. Esa tendencia natural que tenemos a la manipulación y al control de otras personas para conseguir lo que deseamos y necesitamos. A ella le aburría ya. Intentaba evitar esa mirada altiva pero era tan natural que la disimulaba con una sonrisa inocente. Ella lo sabía, la inocencia no era una excusa, sin embargo como casi todo lo que hacía era tendencia natural. Algunos se asombraban de aquella seguridad innata por su juventud, otros, temerosos se acercaban con cautela y con ese olfato, perspicaz y un simple gesto sutil de la mano, una caída de ojos o una ligera sonrisa, desarmaba cualquier envite masculino. Era una devoradora de mundos y ya no había mundos que devorar, así que solo tuvo que empezar a crearlos.
Iba probando, algo de aquí, algo de allá, cuando le interesaba y cuando tenía alguna necesidad curiosa que deseaba complacer pero en todas ellas, ella solamente tenía que abrir la mano para que la maquinaria se pusiese en funcionamiento. Tenía ese poder y lo disfrutaba con desdén. Ayer no fue diferente y aún se le notaban unas marcas suaves en las muñecas. No disfrutó como imaginó, en cambio el éxtasis le llegó cuando desolló vivo a aquel fulano que se las daba de Apolo y terminó amarrado con las cuerdas que él mismo había llevado. Fue divertido pensó mientras colocaba su equipaje de mano en la parte superior del receptáculo situado sobre su asiento. Se ajustó el cinturón, llamó a la azafata y pidió un bourbon con hielo. Bebida masculina le dijeron más de una vez. Se rió, los hombres solamente sabían decir gilipolleces cuando se sentían atacados y se ponían a la defensiva. Que sean dos, pero el mío sin hielo. La voz casi se pierde mientras se colocaba los auriculares para seguir escuchando a Anita O´day. Giró la cabeza y vio los vaqueros desgastados, una camisa negra con unos finos ribetes amarillos en las mangas, una cadena colgando de su pantalón y unas botas polvorientas. Era una imagen atípica y discordante. No era el típico pasajero de primera clase. Ella espero algún comentario socarrón sobre la bebida que había pedido pero solo le oyó decir buenas noches. Se sentó y ella no dejó de mirar, como se observa a aquellas especies recién descubiertas o en peligro de extinción, que casi suele ser lo mismo. Él, con la mirada aparentemente distraída observaba como si la vida le fuese en ello el respaldo del asiento de delante mientras se acomodaba en el asiento y se ajustaba el cinturón. La camarera regresó con las bebidas y ella volvió a esperar algún comentario. Solo hubo silencio y algún choque de los hielos contra el cristal. Él se lo bebió de un trago. Ella imaginó que le daba miedo volar.
Sentía curiosidad, algo se salía de la norma, al menos de sus normas, de sus costumbres. Él no le miraba y cada segundo, esa curiosidad aumentaba, esperando, ese resquicio que todos los hombres tienen, ese momento exacto que tarde o temprano les hacen hablar, para quedar bien, para ser corteses, para flirtear o para alardear. Sin embargo, aquí no había nada de eso. El vuelo era largo, tendría tiempo se dijo, así que volvió a ponerse los auriculares mientras el avión despegaba y cerró los ojos. Cuando las luces se apagaron, abrió ligeramente uno y allí le vio impasible, casi sonriente y con los ojos brillantes. Entonces ella se dio cuenta por primera vez que no controlaba una situación en la que era partícipe. Diez minutos más tarde tenía otra copa en la mano y él, sonriendo empezó a tararear una melodía . En sus oídos comenzó a sonar That old feeling
Wednesday